Mateo 1,18-24:
El nacimiento de Jesucristo fue de esta manera: María, su madre, estaba
desposada con José y, antes de vivir juntos, resultó que ella esperaba un hijo
por obra del Espíritu Santo. José, su esposo, que era justo y no quería denunciarla,
decidió repudiarla en secreto. Pero, apenas había tomado esta resolución, se le apareció en sueños un ángel del Señor que le dijo: «José, hijo de David, no tengas reparo en llevarte a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de los pecados.»
Todo esto sucedió para que se cumpliese lo que habla dicho el Señor por el Profeta: «Mirad: la Virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrá por nombre Emmanuel, que significa "Dios-con-nosotros".»
Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor y se llevó a casa a su mujer.
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José Antonio Pagola
El evangelista Mateo tiene un interés especial en decir a sus
lectores que Jesús ha de ser llamado también «Emmanuel». Sabe muy bien
que puede resultar chocante y extraño. ¿A quién se le puede llamar con un
nombre que significa «Dios con nosotros»? Sin embargo, este nombre
encierra el núcleo de la fe cristiana y es el centro de la celebración de la
Navidad.
Ese misterio último que nos rodea por todas partes y que los
creyentes llamamos «Dios» no es algo lejano y distante. Está con todos y cada
uno de nosotros. ¿Cómo lo puedo saber? ¿Es posible creer de manera razonable
que Dios está conmigo si yo no tengo alguna experiencia personal, por pequeña
que sea?
De ordinario, a los cristianos no se nos ha enseñado a
percibir la presencia del misterio de Dios en nuestro interior. Por eso muchos
lo imaginan en algún lugar indefinido y abstracto del universo. Otros lo buscan
adorando a Cristo presente en la eucaristía. Bastantes tratan de escucharlo en
la Biblia. Para otros, el mejor camino es Jesús.
El misterio de Dios tiene, sin duda, sus caminos para hacerse
presente en cada vida. Pero se puede decir que, en la cultura actual, si no lo
experimentamos de alguna manera vivo dentro de nosotros, difícilmente lo
hallaremos fuera. Por el contrario, si percibimos su presencia en nosotros
podremos rastrear su presencia en nuestro entorno.
¿Es posible? El secreto consiste sobre todo en saber estar
con los ojos cerrados y en silencio apacible, acogiendo con un corazón sencillo
esa presencia misteriosa que nos está alentando y sosteniendo. No se trata de
pensar en eso, sino de estar «acogiendo» la paz, la vida, el amor, el perdón...
que nos llega desde lo más íntimo de nuestro ser.
Es normal que, al adentrarnos en nuestro propio misterio, nos
encontremos con nuestros miedos y preocupaciones, nuestras heridas y tristezas,
nuestra mediocridad y nuestro pecado. No hemos de inquietarnos, sino permanecer
en el silencio. La presencia amistosa que está en el fondo más íntimo de
nosotros nos irá apaciguando, liberando y sanando.
Karl Rahner, uno de los teólogos más importantes del siglo
XX, afirma que, en medio de la sociedad secular de nuestros días, «esta
experiencia del corazón es la única con la que se puede comprender el mensaje
de fe de la Navidad: Dios se ha hecho hombre». El misterio último de la vida es
un misterio de bondad, de perdón y salvación, que está con nosotros: dentro de
todos y cada uno de nosotros. Si lo acogemos en silencio conoceremos la alegría
de la Navidad.
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