Marcos 1,21-28
(4 Tiempo ordinario – B)
Y entran en Cafarnaún y, al sábado siguiente, entra en la sinagoga a enseñar; estaban asombrados de su enseñanza, porque les enseñaba con autoridad y no como los escribas. Había precisamente en su sinagoga un hombre que tenía un espíritu inmundo y se puso a gritar: «¿Qué tenemos que ver nosotros contigo, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros? Sé quién eres: el Santo de Dios». Jesús lo increpó: «¡Cállate y sal de él!». El espíritu inmundo lo retorció violentamente y, dando un grito muy fuerte, salió de él. Todos se preguntaron estupefactos: «¿Qué es esto? Una enseñanza nueva expuesta con autoridad. Incluso manda a los espíritus inmundos y lo obedecen». Su fama se extendió enseguida por todas partes, alcanzando la comarca entera de Galilea.
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José Antonio Pagola
Unos están recluidos definitivamente en un centro. Otros
deambulan por nuestras calles. La inmensa mayoría vive con su familia. Están
entre nosotros, pero apenas suscitan el interés de nadie. Son los enfermos
mentales.
No resulta fácil penetrar en su mundo de dolor y soledad.
Privados, en algún grado, de vida consciente y afectiva sana, no les resulta
fácil convivir. Muchos de ellos son seres débiles y vulnerables, o viven
atormentados por el miedo en una sociedad que los teme o se desentiende de
ellos.
Desde tiempo inmemorial, un conjunto de prejuicios, miedos y recelos ha ido levantando una especie de muro invisible entre ese mundo de oscuridad y dolor, y la vida de quienes nos consideramos «sanos». El enfermo psíquico crea inseguridad, y su presencia parece siempre peligrosa. Lo más prudente es defender nuestra «normalidad», recluyéndolos o distanciándolos de nuestro entorno.
Hoy se habla de la inserción social de estos enfermos y del
apoyo terapéutico que puede significar su integración en la convivencia. Pero
todo ello no deja de ser una bella teoría si no se produce un cambio de actitud
ante el enfermo psíquico y no se ayuda de forma más eficaz a tantas familias
que se sienten solas o con poco apoyo para hacer frente a los problemas que se
les vienen encima con la enfermedad de uno de sus miembros.
Hay familias que saben cuidar a su ser querido con amor y
paciencia, colaborando positivamente con los médicos. Pero también hay hogares
en los que el enfermo resulta una carga difícil de sobrellevar. Poco a poco, la
convivencia se deteriora y toda la familia va quedando afectada negativamente,
favoreciendo a su vez el empeoramiento del enfermo.
Es una ironía entonces seguir defendiendo teóricamente la
mejor calidad de vida para el enfermo psíquico, su integración social o el
derecho a una atención adecuada a sus necesidades afectivas, familiares y
sociales. Todo esto ha de ser así, pero para ello es necesaria una ayuda más
real a las familias y una colaboración más estrecha entre los médicos que
atienden al enfermo y personas que sepan estar junto a él desde una relación
humana y amistosa.
¿Qué lugar ocupan estos enfermos en nuestras comunidades
cristianas? ¿No son los grandes olvidados? El evangelio de Marcos subraya de
manera especial la atención de Jesús a «los poseídos por espíritus malignos».
Su cercanía a las personas más indefensas y desvalidas ante el mal siempre será
para nosotros una llamada interpeladora.
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