Marcos 1, 29-39 5 Tiempo ordinario - B
Y enseguida, al salir ellos de la sinagoga, fue con Santiago y Juan a la casa de Simón y Andrés. La suegra de Simón estaba en cama con fiebre, e inmediatamente le hablaron de ella. Él se acercó, la cogió de la mano y la levantó. Se le pasó la fiebre y se puso a servirles. Al anochecer, cuando se puso el sol, le llevaron todos los enfermos y endemoniados. La población entera se agolpaba a la puerta. Curó a muchos enfermos de diversos males y expulsó muchos demonios; y como los demonios lo conocían, no les permitía hablar. Se levantó de madrugada, cuando todavía estaba muy oscuro, se marchó a un lugar solitario y allí se puso a orar. Simón y sus compañeros fueron en su busca y, al encontrarlo, le dijeron: «Todo el mundo te busca». Él les responde: «Vámonos a otra parte, a las aldeas cercanas, para predicar también allí; que para eso he salido». Así recorrió toda Galilea, predicando en sus sinagogas y expulsando los demonios.
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José Antonio Pagola
La enfermedad es una de las experiencias más duras del ser humano. No solo padece el enfermo que siente su vida amenazada y sufre sin saber por qué, para qué y hasta cuándo. Sufre también su familia, los seres queridos y los que le atienden.
De poco sirven las palabras y explicaciones. ¿Qué hacer cuando
ya la ciencia no puede detener lo inevitable? ¿Cómo afrontar de manera humana
el deterioro? ¿Cómo estar junto al familiar o el amigo gravemente enfermo?
Lo primero es acercarse. Al que sufre no se le puede
ayudar desde lejos. Hay que estar cerca. Sin prisas, con discreción y respeto
total. Ayudarle a luchar contra el dolor. Darle fuerzas para que colabore con
los que tratan de curarlo.
Esto exige acompañarlo en las diversas etapas de la
enfermedad y en los diferentes estados de ánimo. Ofrecerle lo que necesita en
cada momento. No incomodarnos ante su irritabilidad. Tener paciencia.
Permanecer junto a él.
Es importante escucharle. Que el enfermo pueda contar y
compartir lo que lleva dentro: las esperanzas frustradas, sus quejas y miedos,
su angustia ante el futuro. Es un respiro para el enfermo poder desahogarse con
alguien de confianza. No siempre es fácil escuchar. Requiere ponerse en el
lugar del que sufre, y estar atentos a lo que nos dice con sus palabras y,
sobre todo, con sus silencios, gestos y miradas.
La verdadera escucha exige acoger y comprender las
reacciones del enfermo. La incomprensión hiere profundamente a quien está
sufriendo y se queja. De nada sirven consejos, razones o explicaciones doctas.
Solo la comprensión de quien acompaña con cariño y respeto puede aliviar.
La persona puede adoptar ante la enfermedad actitudes
sanas y positivas, o puede dejarse destruir por sentimientos estériles y
negativos. Muchas veces necesitará ayuda para confiar y colaborar con los que
le atienden, para no encerrarse solo en su dolor, para tener paciencia consigo
mismo o para ser agradecido.
El enfermo puede necesitar también reconciliarse consigo
mismo, curar heridas del pasado, dar un sentido más hondo a su sufrimiento,
purificar su relación con Dios. El creyente puede entonces ayudarle a orar, a
vivir con paz interior, a creer en su perdón y a confiar en su amor salvador.
El evangelista Marcos nos dice que las gentes llevaban
sus enfermos y poseídos hasta Jesús. Él sabía acogerlos con cariño, despertar
su confianza en Dios, perdonar su pecado, aliviar su dolor y sanar su
enfermedad. Su actuación ante el sufrimiento humano siempre será para los
cristianos el ejemplo a seguir en el trato a los enfermos.
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