Marcos 9,30-37 (25 Tiempo ordinario – B)
Se fueron de allí y atravesaron Galilea; no quería que nadie se enterase, porque iba instruyendo a sus discípulos. Les decía: «El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres y lo matarán; y después de muerto, a los tres días resucitará». Pero no entendían lo que decía, y les daba miedo preguntarle. Llegaron a Cafarnaún, y una vez en casa, les preguntó: «¿De qué discutíais por el camino?». Ellos callaban, pues por el camino habían discutido quién era el más importante. Se sentó, llamó a los Doce y les dijo: «Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos». Y tomando un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo «El que acoge a un niño como este en mi nombre, me acoge a mí; y el que me acoge a mí, no me acoge a mí, sino al que me ha enviado».
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José Antonio Pagola
Ciertamente, nuestros criterios no coinciden con los de
Jesús. ¿A quién de nosotros se le ocurre hoy pensar que los hombres y mujeres
más importantes son aquellos que viven al servicio de los demás?
Para nosotros, importante es el hombre de prestigio, seguro
de sí mismo, que ha alcanzado el éxito en algún campo de la vida, que ha
logrado sobresalir sobre los demás y ser aplaudido por las gentes. Esas
personas cuyo rostro podemos ver constantemente en la televisión: líderes
políticos, «premios Nobel», cantantes de moda, deportistas excepcionales...
¿Quién puede ser más importante que ellos?
Según el criterio de Jesús, sencillamente esos miles y miles
de hombres y mujeres anónimos, de rostro desconocido, a quienes nadie hará
homenaje alguno, pero que se desviven en el servicio desinteresado a los demás.
Personas que no viven para su éxito personal. Gentes que no piensan solo en
satisfacer egoístamente sus deseos, sino que se preocupan de la felicidad de
otros.
Según Jesús, hay una grandeza en la vida de estas personas
que no aciertan a ser felices sin la felicidad de los demás. Su vida es un
misterio de entrega y desinterés. Saben poner su vida a disposición de otros.
Actúan movidos por su bondad. La solidaridad anima su trabajo, su quehacer
diario, sus relaciones, su convivencia.
No viven solo para trabajar ni para disfrutar. Su vida no se
reduce a cumplir sus obligaciones profesionales o ejecutar diligentemente sus
tareas. Su vida encierra algo más. Viven de manera creativa. Cada persona que
encuentran en su camino, cada dolor que perciben a su alrededor, cada problema
que surge junto a ellos es una llamada que les invita a actuar, servir y
ayudar.
Pueden parecer los «últimos», pero su vida es verdaderamente
grande. Todos sabemos que una vida de amor y servicio desinteresado merece la
pena, aunque no nos atrevamos a vivirla. Quizá tengamos que orar humildemente
como hacía Teilhard de Chardin: «Señor, responderé a tu inspiración profunda
que me ordena existir, teniendo cuidado de no ahogar ni desviar ni desperdiciar
mi fuerza de amar y hacer el bien».
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