Juan 6,51-58 (20 Tiempo ordinario – B)
Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo». Disputaban los judíos entre sí: «¿Cómo puede este darnos a comer su carne?». Entonces Jesús les dijo: «En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. Como el Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre, así, del mismo modo, el que me come vivirá por mí. Este es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron; el que come este pan vivirá para siempre».
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José Antonio Pagola
«Dichosos los llamados a la cena del Señor». Así dice el sacerdote mientras muestra a todo el pueblo el pan eucarístico antes de comenzar su distribución. ¿Qué eco tienen hoy estas palabras en quienes las escuchan?
Muchos, sin duda, se sienten dichosos de poder acercarse a
comulgar para encontrarse con Cristo y alimentar en él su vida y su fe.
Bastantes se levantan automáticamente para realizar una vez más un gesto
rutinario y vacío de vida. Un número importante de personas no se sienten
llamadas a participar y tampoco experimentan por ello insatisfacción alguna.
Y, sin embargo, comulgar puede ser para el cristiano el gesto
más importante y central de toda la semana, si se vive con toda su expresividad
y dinamismo.
La preparación comienza con el canto o recitación del
padrenuestro. No nos preparamos cada uno por nuestra cuenta para comulgar
individualmente. Comulgamos formando todos una familia que, por encima de
tensiones y diferencias, quiere vivir fraternalmente invocando al mismo Padre y
encontrándonos todos en el mismo Cristo.
No se trata de rezar un «padrenuestro» dentro de la misa.
Esta oración adquiere una profundidad especial en este momento. El gesto del
sacerdote, con las manos abiertas y alzadas, es una invitación a adoptar una
actitud confiada de invocación. Las peticiones resuenan de manera diferente al
ir a comulgar: «danos el pan» y alimenta nuestra vida en esta comunión; «venga
tu reino» y venga Cristo a esta comunidad; «perdona nuestras ofensas» y
prepáranos para recibir a tu Hijo...
La preparación continúa con el abrazo de paz, gesto sugestivo
y lleno de fuerza, que nos invita a romper los aislamientos, las distancias y
la insolidaridad egoísta. El rito, precedido por una doble oración en que se
pide la paz, no es simplemente un gesto de amistad. Expresa el compromiso de
vivir contagiando «la paz del Señor», curando heridas, eliminando odios,
reavivando el sentido de fraternidad, despertando la solidaridad.
La invocación «Señor, yo no soy digno…», dicha con fe humilde
y con el deseo de vivir de manera más fiel a Jesús, es el último gesto antes de
acercarnos cantando a recibir al Señor. La mano extendida y abierta expresa la
actitud de quien, pobre e indigente, se abre a recibir el pan de la vida.
El silencio agradecido y confiado que nos hace conscientes de
la cercanía de Cristo y de su presencia viva en nosotros, la oración de toda la
comunidad cristiana y la última bendición ponen fin a la comunión. ¿No se
reafirmaría nuestra fe si acertáramos a comulgar con más hondura?
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