Lucas 21,5-19 (33
Tiempo ordinario – C)
Y como algunos hablaban del templo, de lo bellamente adornado
que estaba con piedra de calidad y exvotos, Jesús les dijo: «Esto que
contempláis, llegarán días en que no quedará piedra sobre piedra que no sea
destruida». Ellos le preguntaron: «Maestro, ¿cuándo va a ser eso?, ¿y cuál
será la señal de que todo eso está para suceder?». Él dijo: «Mirad que
nadie os engañe. Porque muchos vendrán en mi nombre diciendo: “Yo soy”, o bien:
“Está llegando el tiempo”; no vayáis tras ellos. Cuando oigáis noticias de
guerras y de revoluciones, no tengáis pánico. Porque es necesario que eso
ocurra primero, pero el fin no será enseguida». Entonces les decía: «Se
alzará pueblo contra pueblo y reino contra reino, habrá grandes
terremotos, y en diversos países, hambres y pestes. Habrá también fenómenos
espantosos y grandes signos en el cielo. Pero antes de todo eso os echarán
mano, os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y a las cárceles, y
haciéndoos comparecer ante reyes y gobernadores, por causa de mi nombre. Esto
os servirá de ocasión para dar testimonio. Por ello, meteos bien en la
cabeza que no tenéis que preparar vuestra defensa, porque yo os daré
palabras y sabiduría a las que no podrá hacer frente ni contradecir ningún
adversario vuestro. Y hasta vuestros padres, y parientes, y hermanos, y
amigos os entregarán, y matarán a algunos de vosotros, y todos os odiarán
a causa de mi nombre. Pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá; con
vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas.
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José Antonio Pagola
DAR POR TERMINADO
Es la última visita de Jesús a Jerusalén. Algunos de los que
lo acompañan se admiran al contemplar «la belleza del templo». Jesús, por el
contrario, siente algo muy diferente. Sus ojos de profeta ven el templo de
manera más profunda: en aquel lugar grandioso no se está acogiendo el reino de
Dios. Por eso Jesús lo da por acabado: «Esto que contempláis llegará un día en
que no quedará piedra sobre piedra: todo será destruido».
De pronto, sus palabras han roto el autoengaño que se vive en
el entorno del templo. Aquel edificio espléndido está alimentando una ilusión
falsa de eternidad. Aquella manera de vivir la religión sin acoger la justicia
de Dios ni escuchar el clamor de los que sufren es engañosa y perecedera: «Todo
eso será destruido».
Las palabras de Jesús no nacen de la ira. Menos aún del
desprecio o el resentimiento. El mismo Lucas nos dice un poco antes que, al
acercarse a Jerusalén y ver la ciudad, Jesús «se echó a llorar». Su llanto es
profético. Los poderosos no lloran. El profeta de la compasión sí.
Jesús llora ante Jerusalén porque ama la ciudad más que
nadie. Llora por una «religión vieja» que no se abre al reino de Dios. Sus
lágrimas expresan su solidaridad con el sufrimiento de su pueblo, y al mismo
tiempo su crítica radical a aquel sistema religioso que obstaculiza la visita
de Dios: Jerusalén –¡la ciudad de la paz!– «no conoce lo que conduce a la paz»,
porque «está oculto a sus ojos».
La actuación de Jesús arroja no poca luz sobre la situación
actual. A veces, en tiempos de crisis, como los nuestros, la única manera de
abrir caminos a la novedad creadora del reino de Dios es dar por terminado
aquello que alimenta una religión caduca, sin generar la vida que Dios quiere
introducir en el mundo.
Dar por terminado algo vivido de manera sacra durante siglos
no es fácil. No se hace condenando a quienes lo quieren conservar como eterno y
absoluto. Se hace «llorando», pues los cambios exigidos por la conversión al
reino de Dios hacen sufrir a muchos. Los profetas denuncian el pecado de la
Iglesia llorando.
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