17/5/10

Cristología y lucha por la justicia

José I. González Faus, teólogo

1.- Para las primeras generaciones cristianas, la plena y total humanidad de Jesús era el fundamento de la solidaridad. Y la plena divinidad de Jesús era fundamento de nuestra libertad.
Si Dios no asumió plenamente la miseria humana (”nuestra misma carne”), nace de ahí un cristianismo que no se preocupa de los miserables de la tierra.

Así lo escribía Ignacio de Antioquía a comienzos del siglo II, en carta a la Iglesia de Esmirna: “esas herejías no se preocupan de la solidaridad, ni del huérfano, ni del atribulado ni de si uno pasa hambre o no”. Por eso “son contrarias al sentir del mismo Dios”. Algo parecido enseña la primera carta de Juan.

Pero si Jesús no es plenamente Hijo de Dios, nosotros no hemos recibido un espíritu de hijos, por el que podemos llamar a Dios Padre (Abbá); y nuestra filiación tiene sólo un sentido lato: no hemos pasado verdaderamente de siervos a Hijos y seguimos estando bajo la ley. El historiador de la Iglesia Sócrates explica cómo aquellos judíos que querían ser cristianos negando la divinidad de Jesús, “maldecían a Pablo y le llamaban apóstata por enseñar que Jesús nos liberó de la ley”. Efectivamente, la filiación divina de Jesús supone para Pablo nuestra libertad que brota de nuestra dignidad de hijos.

2.- Éste era el primer significado de la fe en la encarnación. Más tarde, cuando el cristianismo fue inculturándose en el mundo griego, esa pregunta por el significado cedió terreno ante la otra pregunta más griega: ¿cómo afirmar a la vez que alguien es plenamente humano y plenamente divino? Es una pregunta comprensible porque todos somos seres racionales, pero debería ser una pregunta secundaria: porque, para la Biblia, la pregunta por el cómo es secundaria respecto a la pregunta por el qué. El significado es más importante que el funcionamiento.

3.- La inculturación en el pensar griego hipotecó al cristianismo en este punto: haber dado más importancia a la pregunta por el cómo, llevó a la cristología dognática a dos olvidos importantes. El primero cabe en una frase de Tertuliano que recogió el Vaticano II, precisamente al tratar de la tarea de la Iglesia en el mundo: “por la encarnación el Hijo de Dios se unió de alguna manera con todos los hombres” (GS 22). Una idea muy repetida por los Padres de la Iglesia que no tenían miedo de comparar a Jesús con la “matriz” por donde entra la semilla de Dios en la humanidad y por donde nace el nuevo ser humano.

El segundo olvido es el anonadamiento de Dios en su unión con Jesús: Dios no se hizo hombre como “tendría derecho a serlo” según su dignidad, sino renunciando a su divinidad “tomando una imagen de siervo, presentándose como uno tantos y actuando como un hombre cualquiera” (Fil 2, 7ss).

En resumen: que Dios haya asumido toda la miseria humana fundamenta la solidaridad cristiana y la lucha por la justicia: la teología de la liberación enseña que el tema de los pobres no es un tema simplemente ético sino una cuestión cristológica. Y que Dios no se relacione con nosotros como Poder sino desde la debilidad del amor (que no tiene más poder que la oferta de sí) es el fundamento de nuestra dignidad y nuestra libertad.

4.- Pasando de Jesús a nosotros: libertad y solidaridad son los dos auténticos pilares de una forma de ser hombres nueva y más auténtica, en la que deberíamos sobresalir los cristianos. Una libertad que no sea libertad para el amor, acaba degenerando en ese liberalismo económico que confunde libertad con egoísmo y sólo se sostiene a base de violencia y guerras. Pero una solidaridad sin libertad degenera en dictaduras (que nunca son del proletariado sino de un grupo de privilegiados) que falsifican todo lo humano: porque sólo es auténticamente bueno aquello que brota de la libertad y no de la imposición.

5.- Es inevitable reconocer que los últimos siglos del cristianismo falsificaron mucho esa cristología. Una Iglesia que no practique hasta el máximo la solidaridad y no respete la libertad hasta lo más hondo, dará siempre una imagen falsa de Dios que, como reconoció Vaticano II, es una de las causas del ateísmo moderno. Ese ateísmo anticristiano creyó posible encontrar el cielo en la tierra si prescindía de Dios y, al final, se está encontrando sin cielo y sin tierra. Y ya no atisba más solución que la que profetizó la lucidez de A. Camus: “imaginarse a Sísifo dichoso”.


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