26/1/11

Fray Juan de la mano seca

 Voy a contaros la historia de Fray Juan de la Mano Seca, una historia de esas en las que hay que empezar diciendo: «Érase que se era...». Tal es el tono de cuento infantil que tiene. ¡Si hasta el nombre de Fray Juan de la Mano Seca es un nombre apropiado para un cuento! Claro que Fray Juan no se llamaba así, sino Juan Gómez Martín; pero yo estoy seguro de que, cuando dentro de años se cuente esta historia, todo el mundo acabará olvidando lo de Gómez Martín y se quedará con el apodo de «Fray Juan de la Mano Seca». Es mucho más bonito. Además, la verdad es que no sé si esto es historia o cuento. Quienes me lo contaron aseguraban que era verdad de pe a pa. Pero... Sinceramente, yo no estoy tan seguro. En fin, sea lo que sea, yo os lo voy a contar como un cuento. Así, pues...

Érase que se era…
Un conventico en la provincial de León. Nadie sabía qué podía hacer allí aquel convento colgado en la montaña como un nido, ni de qué vivían los siete buenos frailes que lo habitaban. Era una hermosa construcción de piedra, y, según decían, había sido fundado en el siglo XIV por un ricachón cuyo nombre va no recordaba nadie en los alrededores. Lo alrededores eran tres pueblecitos casi gemelos: Cestel, Villalino y San Bartolomé del Valle, conocido más vulgarmente por San Bartolo, en un diminutivo cariñoso para el Apóstol que presidía el retablo de la parroquia.
     Pues bien, en este conventito, que para más honra de su encuadramiento en la punta de la montaña estaba dedicado a la Asunción de María, vivía Fray Juan de la Mano Seca cuando era todavía Fray Juan a secas. Era un frailecito regordete y sonriente, alegre como un ángel y peludo como un castaño. Había nacido en Cestel, de una familia de pastores, y apenas conocía otro paisaje que el que se podía ver desde la cima de la Asunción. En el tiempo de sus estudios en la Casa Provincial de la Orden lo había pasado francamente mal, pues para él un invierno sin nieve no era invierno, ni una primavera era primavera sin vacas por los prados verdes y el sol ocultándose tras la casona del convento de la Asunción.
     Por eso, cuando se sintió destinado a su convento querido, al que estaba enclavado en la montaña que tantas veces escaló de niño, sintió que el corazón se le volvía loco y tuvo que llevarse las manos al pecho para que no se le escapara. Y al paso de los años, Fray Juan se convenció de que los Superiores se habían olvidado de él porque nadie pensaba en trasladarle a otro sitio, y dio gracias a Dios por tan bendito olvido, que le permitía ser plenamente feliz con la única preocupación de cómo podría conseguir el perfecto goce en el cielo si no podía ver desde él aquel paisaje suyo con Cestel, Villalino y San Bartolo a derecha e izquierda. Este era el único problema teológico que ocupaba de vez en cuando los pensamientos de Fray Juan.
     Porque todos os habéis imaginado ya que Fray Juan no era un sabio. Y estáis en lo justo. Ya que lo cierto es que, fuera de decir misa, Fray Juan no sabía otra cosa que ir pidiendo por las casas de sus tres pueblecitos, acariciar a los niños y prometer a las buenas gentes de Cestel, Villalino y San Bartolo que ya pediría a Dios para que la vaca pusiera un buen ternerillo en el mundo.

Un secreto
Sin embargo, hay un secreto en la vida de Fray Juan. Algo que nadie ha descubierto hasta ahora, una gran preocupación que hay en su vida: «¿Será posible ser más feliz en el cielo que lo que él es en la misa de cada mañana?». Porque el caso es que Fray Juan, aunque ha dicho ya más de diez mil misas, sigue teniendo el temblor que le conmovió en la primera, y cada mañana vuelven a correr por sus ojos unas lágrimas dulcísimas, que le hacen comprender que Dios está muy cerca de él, entre sus manos. La verdad es que Fray Juan no vive más que para su misa, y que si ama aquel paisaje, aquellos tres pueblecitos, aquel convento de la Asunción, es porque sabe que allí es donde él recibió la primera vez de pequeño a Jesús, y porque los tres pueblecitos están presididos por tres sagrarios, que Fray Juan se sabe de carrerilla. Y, además, porque todo le habla lo mismo: cuando baja a San Bartolo con su talego para las limosnas, sabe que a mano derecha del camino hay unos viñedos que le recordarán aquello de «Yo soy la vid, vosotros los sarmientos», y le harán sentirse unido al Cristo que vino esta mañana a sus manos, al que vendrá también al día siguiente. Y sabe también que un poco antes de llegar a Cestel ha de encontrarse con el tío Carpo, que fabrica almadreñas mientras las ovejas pastan a su alrededor, y Fray Juan sabe que todos los pastores quedaron bendecidos el día que Alguien dijo: «Yo soy el buen pastor». En fin, que para Fray Juan todo es lo mismo: decir su misa es recordar sus campos, y ver sus campos es empalmar con su misa.
     Pero todo esto no lo sabe nadie, y así, la misa de Fray Juan es una misa más de las doscientas mil que se dicen diariamente en el mundo; y aunque la esquilita del convento grite a todos los hombres, y los montes, y a las aves, y a las ovejas, y a los viñedos que Fray Juan va a pedir por ellos en su misa, cada cosa sigue en su sitio: no se mueven las viñas de la derecha del camino de San Bartolo, ni deja el tío Carpo de fabricar sus almadreñas, ni los corderos levantan la cabeza. Dios, sí; Dios claro que lo sabe, y baja, y oye a Fray Juan, ay, aunque los montes, y las viñas, y las vacas no lo sepan, quizá todo es tan bello en Cestel, Villalino y San Bartolo gracias a esta misa que Fray Juan celebra todos los días a las siete de la mañana.

Y sucedió que…
Sucedió que una mañana se alteró la costumbre de Fray Juan. La noche anterior le había llamado el Padre Superior y le había dicho: «Mañana bajará usted a decir misa a San Bartolo. Se ha muerto un hermano del señor cura, y éste se ha ido al entierro. La misa es a las ocho». El cambio no le gustó al principio a Fray Juan, porque le tenía cariño a su capilla, y a su imagen de la Virgen, y a su altar, en el que reposaban las reliquias de dos mártires de nombre desconocido, pero a los que Fray Juan quería fraternalmente. Pero como Fray Juan era hijo de obediencia, le dijo al Superior que bueno, e inmediatamente sintió en su corazón una gran alegría, y le parecía que era un privilegio extraordinario poder decir la misa en San Bartolo, un don que Dios había preparado para él con todo mimo desde el principio de los tiempos. Y es que Dios hace fácil la obediencia a los que siempre dicen «Sí» a su voluntad.
     Lo que Fray Juan no pudo evitar, a pesar de todo su espíritu de obediencia, fue el despertarse a las seis, como todos los días. Y así, cuando acabó de hacer su meditación, unos minutos antes de las siete, se preguntó qué haría hasta las ocho. Y, después de dudarlo mentalmente durante unos segundos, pensó que nada mejor que bajar a San Bartolo lenta, muy lentamente, y llenar de jaculatorias y bendiciones al Señor todos los chaparros, y las matas, y los cantones del caminillo que llevaba al pueblín, y a la vez aprovecharse para dilatar su espíritu contemplando el maravilloso espectáculo del paisaje blanco como una sábana. Porque sabréis que durante aquella noche había caído una de esas nevadas que cubrían los tejados y los campos de la comarca con casi medio metro de nieve.
     Cuando Fray Juan abrió la puerta respiró largamente y sintió que se le entraba por los ojos la alegría del paisaje blanquísimo. Hacía esa temperatura agradable que suele quedar inmediatamente después de las nevadas, y al frailecico le divertía aquello de andar con el hábito arremangado y hundiéndosele los pies hasta casi la rodilla.

Pepe, sacristán y barbero
Pero dejemos a Fray Juan caminando feliz sobre la nieve, y os presentaré a Pepe, largo como .una espátula y charlatán como un locutor de radio. Pepe es uno de tantos hombres que no son buenos ni malos. Como sacristán, os diré que ayuda a misa bastante bien y canta bastante mal. Como barbero, corta el pelo bastante mal y afeita bastante bien. Como practicante —que también lo es—, pone inyecciones bastante mal y..., bueno, como practicante, lo único que hace bastante bien es saber en qué casas hay enfermos y desear que los haya en muchas más.
     Esta mañana del 15 de enero, Pepe está contento; no porque se haya muerto el hermano del cura, sino porque con el aquel de los funerales, Pepe es dueño absoluto de la sacristía esta mañana. Tan feliz se siente, que no ha pegado ni un solo coscorrón a los monagos, y hasta ha tarareado los «Doce cascabeles» al preparar los ornamentos.
     Ha tocado a misa a las siete y media, a las ocho menos cuarto y a las ocho, y esta tercera vez ha echado una ojeada al paisaje, un poquito extrañado por la tardanza del frailuco. Pepe les llama así porque todos comprendéis que tenga un poco de pelusa de los que él juzga sus competidores. Por eso ha dicho: «Ya, ya me extrañaba a mí que el frailuco éste fuera puntual».
     A las ocho y diez, como Fray Juan no llegaba, Pepe ha soltado un taco. A las ocho y cuarto, dos. A las ocho y veinte, otros dos, pero más gordos. Y a las ocho y media no ha soltado ninguno porque Pepe, al fin y al cabo, también tiene su corazoncito y ha empezado a preguntarse si no le habrá pasado nada al buen frailuco. Y la preocupación de Pepe se ha convertido, a las nueve menos cuarto, en seis hombres que han salido monte arriba en busca de Fray Juan; y estos seis hombres, después de mucho tiempo perdido, han encontrado un cuerpo caído en un montón de nieve dos metros a la derecha de una revuelta de la carretera.

«No podrá volver a decir misa»
Éste ha sido el diagnóstico del médico después de examinar el cuerpo de Fray Juan, que aun no ha recobrado el sentido. «Los brazos se le quedarán secos para siempre», ha añadido. «Ha estado cerca de tres horas en la nieve. Ya es milagro que viva todavía».
     ¿Podéis imaginaros la cara de Fray Juan cuando, al volver en sí, le han dicho esto? A él, ya lo sabéis, no le importa el dolor de perder los brazos, ni el ser ya para siempre un ser inútil; pero quitarle la misa es quitarle bastante más de media vida. Y por eso, cuando se ha quedado solo en la cama de su celdita de convento, Fray Juan ha comenzado a llorar las más amargas lágrimas de su vida, las únicas lágrimas amargas que ha llorado jamás.
     La tarde había caído y sobre el paisaje nevado reinaba un silencio impresionante. Desde la ventana, Fray Juan vio la iglesia de San Bartolo y conoció el sitio donde estaban las viñas a la derecha del camino; pero en seguida comprendió que todo aquello carecía de sentido, que todo había cambiado, y que ya no había para él ninguna razón para existir. Y así se lo dijo a Dios en su corazón: «Señor, ¿por qué no me llevaste del todo? ¡Hubiera sido tan sencillo...! Bastaba con que hubiesen tardado un par de horas en encontrarme. Yo estaría ahora contigo. Porque aquí, ¿qué me queda que hacer? A no ser que un milagro...».
     A Fray Juan se le llenó el corazón de alegría al decir esta palabra. Algo así como la primera ola que moja toda la playa en la subida de la marea. Fray Juan dijo: «Claro, un milagro chiquito. ¿Qué trabajo te cuesta a Ti, que haces otros tan grandes todas las mañanas? Durante tantos años has venido haciendo en mis manos el milagro enorme de meterte en un trozo de pan. Ahora no se trata de una cosa tan grande, sino de algo mucho más sencillo: sólo hacer que unos brazos se muevan».
     Pero Fray Juan, al decir esto, tuvo un pequeño escrúpulo: ¿no sería egoísmo el pedir esto? ¿No había que cumplir siempre la voluntad de Dios? Y la voluntad de Dios parecía ser que él ofreciera el sacrificio de sus brazos inmóviles. Fray Juan dijo: «Señor, no te creas que es que me duele el no poder mover los brazos, no. Mira, te diré que eso no me importa nada. Más: me bastaría con poder mover los brazos media hora, lo justo para poder decir la misa, aunque todo el resto del día los tuviese parados. Ya ves —añadió tras una pausa—, éste es un milagro más pequeño todavía: sólo media hora cada mañana».

Y Dios vino
No había terminado de decir esto cuando oyó un gran viento y la ventana de su cuarto que se abría de golpe. Fray Juan se asustó todo y los ojos se le abrieron cuatro palmos. Y cuando oyó una voz que decía: «Juan, Juan», miró a todos los lados y se llenó de miedo al no ver a nadie. La voz dijo:
     —No, no mires. Ya ves que no hay nadie. Soy yo, el Señor.
     Fray Juan, todo tembloroso, contestó: 
     —¡Oh, Señor, Tú...!
     —¿Qué pensabas, que no podía venir?
     Era una voz bondadosa, como de un anciano.
     —¡Oh, sí! Claro que puedes; pero... nunca creí que te decidieras a venir.
     Fray Juan oyó que Dios reía, y tuvo la impresión cíe que alguien le posara una mano en la cabeza.
     —Eres un crío —dijo la voz—, nada más que un crío.
     Y como Fray Juan no contestara, la voz añadió:
     —He venido a concederte lo que me has pedido. Te animaré los brazos, pero sólo media hora al día desde el momento en que con los ornamentos llegues ante el altar, hasta que hagas la última genuflexión al retirarte. El resto del día no podrás moverlos.
     Fray Juan tenía los ojos llenos de lágrimas. Dijo sólo:
     —¡Oh, Señor! ¿Cómo has podido...? 
     Dios reía otra vez. Dijo:
     —Me lo pediste con tanta sencillez que me has emocionado. Además, era un milagro tan chiquito y tan fácil... Bien merecía hacerlo para darte gusto, ¿no crees?
     Fray Juan no contestó. Dios dijo:
     —Adiós, pequeño. Que te vaya bien. Que seas muy feliz con tu misa de cada mañana.
     Y Dios se fue y el cuarto se quedó otra vez en silencio. 
     Se oían sólo las lágrimas de Fray Juan, que golpeaban la madera del suelo.


El milagro
Cuando Fray Juan contó esto al Padre Superior, éste pensó que Fray Juan se había vuelto loco. Ciertamente que le pareció una locura peregrina ésa de los brazos que se animan y se secan: pero, ¿qué otra cosa podía ser sino una locura?
     Y así hasta que un día Fray Juan consiguió convencer a Manolín para que le ayudara a vestirse los ornamentos, cosa que Fray Juan no habría podido hacer solo. Y con los brazos colgando a derecha e izquierda de la casulla, Fray Juan se plantó ante el altar. El Hermano Cándido —el portero— lanzó un grito y echó a correr hacia el altar. Pero tuvo que pararse a mitad de camino al ver cómo los brazos de Fray Juan se levantaban, se levantaban suavemente y, mientras decía «En el nombre del Padre...»hacía la señal de la cruz.
     El Hermano Cándido salió gritando por todo el convento, y a los pocos segundos la Comunidad, prosternada, reverenciaba el maravilloso milagro de aquellos brazos que se movían para consagrar a Cristo. Y cuando, terminada la misa, entraron precipitadamente a la sacristía para llenar de abrazos al compañero beneficiado por Dios, se encontraron con que los brazos estaban secos como media hora antes, y comenzaron a preguntarse si no habría sido todo una alucinación.
     Fue entonces cuando el Padre Superior pidió a Fray Juan que explicara a todos la aparición de Dios. Y cuando Fray Juan terminó su historia, Fray Dionisio, Fray Macario, Fray Jorge, Fray Damián, Fray Celestino y Fray Cándido sintieron que los ojos se les llenaban de lágrimas tiernísimas, porque en su convento se había palpado aquella mañana la mano de Dios.

La vida de Fray Juan cambia de rumbo
La idea fue de Fray Mauricio cuando, al día siguiente, toda la comunidad devotamente reunida, oyó la misa —la segunda misa milagrosa— de Fray Juan (ya Fray Juan de la Mano Seca). Se aventuró a decirlo mientras desayunaban.
     —Este milagro —dijo— no debería quedar aquí escondido. Y añadió ingenuamente:
     —¡Convertiría a tantos herejes! 
     Fray Damián añadió:
     —Explicar al mundo lo que es el milagro de la misa.
     Esto fue lo que decidió a Fray Dionisio a tomar una decisión tan importante. Y así se lo expuso a Fray Juan.
     —Hijo mío —le dijo—, debes bendecir mucho a Dios por cuanto ha hecho contigo. Pero no sería justo que lo archivaras en tu corazón, ni siquiera que quedara encerrado en el convento. Es necesario enseñárselo a los hombres. Viendo tus brazos milagrosos, el mundo comprenderá lo que es la misa. Porque hoy, ya lo ves, las iglesias están casi vacías y nadie comprende lo maravilloso de esa media hora en que Dios viene hasta nosotros.
     —¿Y qué he de hacer, Padre? —dijo Fray Juan comprendiendo que todo cuanto decía el Padre Superior era maravilloso, pero sin entender cómo podía remediar él aquello.
     —He decidido, hijo mío, que vayas por todas las capitales donde nuestra Orden tenga casa. Allí celebrarás la Santa Misa y antes contarás a todos el milagro.
     —Yo... —intentó decir Fray Juan, asustado al imaginarse con horror como conferenciante.
     —Dios te ayudará, hijo mío. Él pondrá las palabras en tu boca.


Primera vez
La primera misa de Fray Juan, en León, tuvo caracteres de acontecimiento. Los periódicos del día anterior habían publicado una relación del maravilloso milagro, y en San Mateo no cabía ni un alfiler. Eran las nueve menos cuarto cuando Fray Juan salió al presbiterio. Dijo:
     —Hermanos: yo no sé hablar, nunca he sabido. Por eso sólo voy a deciros que Dios es maravilloso y que tenemos que quererle mucho. Eso, lo del milagro, yo no acabo de entenderlo. Además... ya estaba habituado a los milagros, porque Dios los hacía enormes todas las mañanas en mis manos, sin necesidad de que ocurriera lo de la nieve, esto de ahora es una bobadita junto a aquello. Y ya no tengo nada más que deciros, sino que seáis muy buenos.

     En la iglesia lloraban muchas personas, y cuando Fray Juan se puso delante del altar y levantó sus brazos para hacer la señal de la cruz, en la iglesia no se oía ni una respiración.
     En el Memento, Fray Juan se detuvo. Pensaba: «¡Qué buenos eres, Señor! ¡Pensar que yo no había hecho nunca nada práctico en mi vida, y que ahora te sirvas de mí para que todos éstos vengan a adorarte, a venerar el Sacramento del Altar!».
     Y también Fray Juan de la Mano Seca sintió que sus ojos se llenaban de lágrimas.
     Y el éxito de León se repitió en Palencia, y en Valladolid, y en Segovia, y en Madrid. La mañana que Fray Juan llegó a la capital, todos los periódicos, sin excepción, le dedicaron columnas y columnas. A nuestro fraile le molestaban los periodistas y los fotógrafos, y sobre todo los médicos, que parecía que no se cansarían nunca de hacer análisis y análisis en su brazo. Pero pensaba: «Sea todo por la gloria de Dios. Por bien empleado puede darse todo este jaleo para que se te llenen las iglesias, Señor».
     Y las iglesias se llenaban, en efecto. Y todos los párrocos se le sorteaban para que fuera a sus respectivos templos, y no faltó quien llegó a proponer la idea de pedir permiso a Roma para que Fray Juan pudiera decir dos o tres misas diarias.

Hasta que un día
Un día sucedió lo que tenía que suceder. Y lo que tenía que suceder era esto:
     Eran las nueve en punto cuando Fray Juan se dirigió a San Cosme, iglesia en que a las nueve o media debía celebrar su misa, como habían anunciado el día anterior los periódicos. Por la calle montones de personas se detenían a su paso y le señalaban con el dedo, y toda la recua de chiquillos formaban en torno suyo una extraña procesión.

     Serían las nueve y veinte cuando llegó a San Cosme, que estaba atestado de público hasta los últimos rincones. La gente aguardaba silenciosa la gran hora consultando con frecuencia sus relojes. Y todo hubiera ido a las mil maravillas si un despiste del desdichado sacristán no hubiera permitido que aquel curita joven se equivocase de altar y empezase su misa a las nueve y cuarto en el altar mayor. Toda la gente se miró con extrañeza y, tras de una consulta a su reloj, cuchicheó al oído del vecino:
     —¿Pero no estaba anunciada a la media la misa del Padre?
     — Sí, a las nueve y medía decían los periódicos.
     — ¿Entonces?
     —¿No será en otro altar lateral?
     —¡Cómo va a ser!
     Lo cierto es que cuando el sacristán quiso darse cuenta ya estaba el buen curita en la epístola. ¿Y cómo le quitaban ahora de aquel altar? Habría que aguantarse y tener paciencia. Pero lo peor era que aquel bendito cura decía la misa endemoniadamente despacio. El párroco soltó sobre la espalda del desgraciado Paco toda una caudalosa letanía de imprecaciones, pero lo que es inevitable no se puede evitar.

     Fray Juan dijo:
     —Por mí, es igual; yo no tengo prisa. Y espero que Dios no tenga que ir a las diez a hacer milagros a otro sitio.
     El párroco, echando chispas por los ojos, dijo:
     —Puede que Dios no tenga prisa. Pero, ¿no sabe usted que a las diez se abren las oficinas? La gente que ha venido sí que tiene prisa. ¿No les oye usted cómo se mueven en los bancos?


A otro altar
Y como a las diez menos diez el curita joven llegaba al Memento de Difuntos y, al parecer, tenía que rezar por todos los muertos del Antiguo y del Nuevo Testamento, el Párroco gritó: «¡No se puede esperar más! ¡Que salga a un altar lateral!».
     Como podéis comprender, a Fray Juan le daba lo mismo el altar mayor que un altar lateral cualquiera, porque, al fin y al cabo, Dios bajaba lo mismo a uno que a otro. Y así, salió de la sacristía ante el estupor del público, que no comprendía cómo iban a decirse dos misas a la vez en un altar. Pero cuando se dieron cuenta de que Fray Juan pasaba de largo ante San Cosme y se dirigía a la Purísima, todos como una ola se amontonaron en torno a este altar. Fray Juan, asustado ante aquel corrimiento universal de la masa, se detuvo temblando por el altar, por las velas y por la mismísima imagen de la Virgen, dado el aspecto de abordaje que tenía aquel alud de gente. Y entonces nuestro buen frailecito pudo observar algo que le llenó el corazón de tristeza: que todos aquellos que corrían hacía Nuestra Señora, pasaban por delante del Santísimo sin detenerse siquiera a hacer la genuflexión.
     Y aquel día Fray Juan, mientras sentía el cosquilleo que le anunciaba la venida de Dios, no pudo evitar una profunda distracción.
     —Entonces, Señor —pensaba—, éstos no vinieron a oír la misa, sino a oír mí misa. No vienen porque Tú estés aquí, sino que vienen a verme a mí. ¿Es que no es misa ésa del altar mayor? ¿Es que Tú no hiciste un milagro enorme al venir a ese altar? ¿Cómo es entonces que la dejan para venir al mío?

     Y Fray Juan estuvo toda la misa preguntándose esto, y se sintió muy triste. Y cuando llegó el momento de la elevación y levantó el Cuerpo de Dios entre sus dedos, no se detuvo —como solía hacerlo— unos cuantos segundos con la hostia levantada sobre su cabeza, sino que la bajó rápida y como con vergüenza, porque pensaba que en aquel momento serían muchos más los que miraban a sus manos que los que ponían sus ojos en la Hostia, en el Cuerpo de Dios.

Dios por segunda vez
Cuando acabó la misa, secos de nuevo los brazos, Fray Juan fue a arrodillarse ante el sagrario. Las últimas personas se habían ido, y el buen frailecito se sintió a solas con Dios. Dijo:
     —Señor, yo que creía que estaba haciendo tanto bien, ahora me encuentro que lo estoy estropeando todo. Yo quería decirles a los hombres lo estupendo que es eso de que Tú vengas y te quedes entre nosotros bajo las apariencias de un trocito de pan, y resulta que, en vez de explicarles este gran milagro, les estoy distrayendo con un milagro chiquito. Perdóname, Señor —Fray Juan empezó a llorar—. He sido un soberbio. Quise hacer las cosas mejor que Tú las has hecho, y, ya ves, sólo he servido para estropearlo. 
     Y Fray Juan sintió otra vez la mano de Dios sobre su cabeza. Y oyó su voz:
     —No, hijo mío, la culpa no fue tuya. Fue de ellos. Ya ves, son así: les gustan las cosas que llaman la atención, los milagros con fuego de artificio.
     —Señor —se aventuró a decir Fray Juan—, ahora tengo que pedirte otra cosa. Si no te enojas...
     —Tú me dirás, pequeño —dijo Dios.
     —Verás —tartamudeó el fraile—: yo, para esto..., prefiero... prefiero...
     —¿Qué prefieres?
     —Mira: Tú sabes que la misa lo es todo para mí, pero...
     —¿Pero, qué? ¡Vamos! Dime.
     —Renuncio a ella. Para esto, para desviarles del milagro de veras, para que se equivoquen..., yo no quiero decir misa, Señor. Tú sabes lo que me cuesta pedirte esto; pero debo pedírtelo, que no se muevan nunca más mis brazos.
     Fray Juan dijo esto comprendiendo que toda su vida se le venía abajo. Por un momento quiso retirar su petición, pero tragó saliva y se mordió los labios. Dios estaba callado, como reflexionando. Dijo, al fin:
     —Está bien. Te concedo lo que me pides..., pero de otra manera. Mañana volverán a animársete los brazos y luego ya no se te secarán más. Así, tu misa, de ahora en adelante, será una misa más: el milagro esencial y nada de adornos... ¿Estás contento?
     Esta vez sí que sintió Fray Juan que el corazón saltaba de alegría. Algo como si le hubieran metido dentro del pecho todos los campanarios de la tierra.

     La noticia de la nueva aparición de Dios y el cese del milagro se corrió por Madrid como un reguero de dinamita. Y en San Cristóbal, a la mañana siguiente, no cabía un alfiler. Cuando acabó la misa todos pudieron comprobar que los brazos de Fray Juan estaban frescos y podían moverse. Al día siguiente fue más gente aun a su misa. Al tercero, algo menos; al cuarto, un poco menos; al quinto, otro poco menos; al sexto, otro poco menos; al séptimo... Y a los quince días Fray Juan dijo su misa en un altar lateral de su convento rodeado por seis viejas y un monaguillo bizco.

Podría ser
En vista de esto, el Superior del convento de Madrid llamó a Fray Juan, y le dijo:
     —Hemos pensado, hijo mío, que, dado que su misión en Madrid ha concluido, puede usted volver a su convento cuando guste.
     —¿Podría ser mañana? —dijo Fray Juan. 
     —Podría ser.
     Fray Juan en su vagón de tercera, no sabía si iba triste o alegre. Conforme se acercaba a su paisaje querido sintió que su corazón se iba acercando a Dios. Y rezó por los hombres:
     —Señor, ábreles los ojos. Ya ves: haces un milagro chiquitito y se te vuelven locos. Tienen cada mañana el gran milagro de tu venida a nuestros altares... y se aburren. ¿Quién entiende a los hombres?
     Fray Juan cerró los ojos. Y se sentía ya en la cima de la Asunción contemplando el paisaje de Cestel, Villalino y San Bartolo, y veía las viñas a la derecha del camino y las ovejas a la entrada de Cestel.


José Luis Martín Descalzo. 


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