Lucas 7, 11-17
Algún tiempo después, Jesús, en compañía de sus discípulos y de otra mucha gente, se dirigió a un pueblo llamado Naín. Cerca ya de la entrada del pueblo, una nutrida comitiva fúnebre del mismo pueblo llevaba a enterrar al hijo único de una madre que era viuda. El Señor, al verla, se sintió profundamente conmovido y le dijo:
— No llores.
Y acercándose, tocó el féretro, y los que lo llevaban se detuvieron. Entonces Jesús exclamó:
— ¡Muchacho, te ordeno que te levantes!
El muerto se levantó y comenzó a hablar, y Jesús se lo entregó a su madre. Todos los presentes se llenaron de temor y daban gloria a Dios diciendo:
— Un gran profeta ha salido de entre nosotros. Dios ha venido a salvar a su pueblo.
La noticia de lo sucedido se extendió por todo el territorio judío y las regiones de alrededor.
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Comentarios: José Antonio Pagola
Jesús llega a Naín cuando en la pequeña
aldea se está viviendo un hecho muy triste. Jesús viene del camino, acompañado
de sus discípulos y de un gran gentío. De la aldea sale un cortejo fúnebre
camino del cementerio. Una madre viuda, acompañada por sus vecinos, lleva a
enterrar a su único hijo.
En
pocas palabras, Lucas nos ha descrito la trágica situación de la mujer. Es una
viuda, sin esposo que la cuide y proteja en aquella sociedad controlada por los
varones. Le quedaba solo un hijo, pero también éste acaba de morir. La mujer no
dice nada. Solo llora su dolor. ¿Qué será de ella?
El
encuentro ha sido inesperado. Jesús venía a anunciar también en Naín la Buena
Noticia de Dios. ¿Cuál será su reacción? Según el relato, “el Señor la miró,
se conmovió y le dijo: No llores”. Es difícil describir mejor al Profeta de
la compasión de Dios.
No
conoce a la mujer, pero la mira detenidamente. Capta su dolor y soledad, y se
conmueve hasta las entrañas. El abatimiento de aquella mujer le llega hasta
dentro. Su reacción es inmediata: “No llores”. Jesús no puede ver a nadie
llorando. Necesita intervenir.
No
lo piensa dos veces. Se acerca al féretro, detiene el entierro y dice al
muerto: “Muchacho, a ti te lo digo, levántate”. Cuando el joven se reincorpora
y comienza a hablar, Jesús “lo entrega a su madre” para que deje de
llorar. De nuevo están juntos. La madre ya no estará sola.
Todo
parece sencillo. El relato no insiste en el aspecto prodigioso de lo que acaba
de hacer Jesús. Invita a sus lectores a que vean en él la revelación de Dios
como Misterio de compasión y Fuerza de vida, capaz de salvar incluso de la
muerte. Es la compasión de Dios la que hace a Jesús tan sensible al sufrimiento
de la gente.
En
la Iglesia hemos de recuperar cuanto antes la compasión como el estilo de vida
propio de los seguidores de Jesús. La hemos de rescatar de una concepción
sentimental y moralizante que la ha desprestigiado. La compasión que exige
justicia es el gran mandato de Jesús: “Sed compasivos como vuestro Padre es
compasivo”.
Esta
compasión es hoy más necesaria que nunca. Desde los centros de poder, todo se
tiene en cuenta antes que el sufrimiento de las víctimas. Se funciona como si
no hubiera dolientes ni perdedores. Desde las comunidades de Jesús se tiene que
escuchar un grito de indignación absoluta: el sufrimiento de los inocentes ha
de ser tomado en serio; no puede ser aceptado socialmente como algo normal pues
es inaceptable para Dios. Él no quiere ver a nadie llorando.
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