En aquel tiempo, a algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás, dijo Jesús esta parábola: "Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, un publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior:
"¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo."
El publicano, en cambio, se quedó atrás y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; sólo se golpeaba el pecho, diciendo:
"¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador. "
Os digo que éste bajó a su casa justificado, y aquél no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido."
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Comentarios: José Antonio Pagola.
La
parábola del fariseo y el publicano suele despertar en no pocos cristianos un
rechazo grande hacia el fariseo que se presenta ante Dios arrogante y seguro de
sí mismo, y una simpatía espontánea hacia el publicano que reconoce
humildemente su pecado. Paradójicamente, el relato puede despertar en nosotros
este sentimiento: “Te doy gracias, Dios mío, porque no soy como este fariseo”.
Para escuchar correctamente el mensaje
de la parábola, hemos de tener en cuenta que Jesús no la cuenta para criticar a
los sectores fariseos, sino para sacudir la conciencia de “algunos que,
teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los
demás”. Entre estos nos encontramos, ciertamente, no pocos católicos de
nuestros días.
La oración del fariseo nos revela su
actitud interior: “¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás”.
¿Que clase de oración es esta de creerse mejor que los demás? Hasta un fariseo,
fiel cumplidor de la Ley, puede vivir en una actitud pervertida. Este hombre se
siente justo ante Dios y, precisamente por eso, se convierte en juez que
desprecia y condena a los que no son como él.
El publicano, por el contrario, solo
acierta a decir: “¡Oh Dios! Ten compasión de este pecador”. Este hombre
reconoce humildemente su pecado. No se puede gloriar de su vida. Se encomienda
a la compasión de Dios. No se compara con nadie. No juzga a los demás. Vive en
verdad ante sí mismo y ante Dios.
La parábola es una penetrante crítica
que desenmascara una actitud religiosa engañosa, que nos permite vivir ante
Dios seguros de nuestra inocencia, mientras condenamos desde nuestra supuesta
superioridad moral a todo el que no piensa o actúa como nosotros.
Circunstancias históricas y corrientes
triunfalistas alejadas del evangelio nos han hecho a los católicos
especialmente proclives a esa tentación. Por eso, hemos de leer la parábola
cada uno en actitud autocrítica: ¿Por qué nos creemos mejores que los
agnósticos? ¿Por qué nos sentimos más cerca de Dios que los no practicantes?
¿Qué hay en el fondo de ciertas oraciones por la conversión de los pecadores?
¿Qué es reparar los pecados de los demás sin vivir convirtiéndonos a Dios?
Recientemente, ante la pregunta de un
periodista, el Papa Francisco hizo esta afirmación: “¿Quién soy yo para juzgar
a un gay?”. Sus palabras han sorprendido a casi todos. Al parecer, nadie se
esperaba una respuesta tan sencilla y evangélica de un Papa católico. Sin
embargo, esa es la actitud de quien vive en verdad ante Dios.
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