El nacimiento de Jesucristo fue de esta manera: María, su madre, estaba desposada con José y, antes de vivir juntos, resultó que ella esperaba un hijo por obra del Espíritu Santo. José, su esposo, que era justo y no quería denunciarla, decidió repudiarla en secreto. Pero, apenas había tomado esta resolución, se le apareció en sueños un ángel del Señor que le dijo: "José, hijo de David, no tengas reparo en llevarte a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de los pecados." Todo esto sucedió para que se cumpliese lo que había dicho el Señor por el Profeta: "Mirad: la Virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrá por nombre Emmanuel, que significa "Dios-con-nosotros"." Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor y se llevó a casa a su mujer.
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Comentarios: José Antonio Pagola.
El evangelista Mateo tiene un interés especial en decir a sus lectores que Jesús ha de ser llamado también “Emmanuel”. Sabe muy bien que puede resultar chocante y extraño. ¿A quién se le puede llamar con un nombre que significa “Dios con nosotros”? Sin embargo, este nombre encierra el núcleo de la fe cristiana y es el centro de la celebración de la Navidad.
Ese misterio último que nos rodea por
todas partes y que los creyentes llamamos “Dios” no es algo lejano y distante.
Está con todos y cada uno de nosotros. ¿Cómo lo puedo saber? ¿Es posible creer
de manera razonable que Dios está conmigo, si yo no tengo alguna experiencia
personal por pequeña que sea?
De ordinario, a los cristianos no se
nos ha enseñado a percibir la presencia del misterio de Dios en nuestro
interior. Por eso, muchos lo imaginan en algún lugar indefinido y abstracto del
Universo. Otros lo buscan adorando a Cristo presente en la eucaristía.
Bastantes tratan de escucharlo en la Biblia. Para otros, el mejor camino es
Jesús.
El misterio de Dios tiene, sin duda,
sus caminos para hacerse presente en cada vida. Pero se puede decir que, en la
cultura actual, si no lo experimentamos de alguna manera dentro de nosotros,
difícilmente lo hallaremos fuera. Por el contrario, si percibimos su presencia
en nuestro interior, nos será más fácil rastrear su misterio en nuestro
entorno.
¿Es posible? El secreto consiste,
sobre todo, en saber estar con los ojos cerrados y en silencio apacible,
acogiendo con un corazón sencillo esa presencia misteriosa que nos está
alentando y sosteniendo. No se trata de pensar en eso, sino de estar
“acogiendo” la paz, la vida, el amor, el perdón... que nos llega desde lo más
íntimo de nuestro ser.
Es normal que, al adentrarnos en
nuestro propio misterio, nos encontremos con nuestros miedos y preocupaciones,
nuestras heridas y tristezas, nuestra mediocridad y nuestro pecado. No hemos de
inquietarnos, sino permanecer en el silencio. La presencia amistosa que está en
el fondo más íntimo de nosotros nos irá apaciguando, liberando y sanando.
Karl
Rahner, uno de los teólogos más importantes del siglo veinte, afirma que, en
medio de la sociedad secular de nuestros días, “esta experiencia del corazón es
la única con la que se puede comprender el mensaje de fe de la Navidad: Dios se
ha hecho hombre”. El misterio último de la vida es un misterio de bondad, de
perdón y salvación, que está con nosotros: dentro de todos y cada uno de
nosotros. Si lo acogemos en silencio, conoceremos la alegría de la Navidad.
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