Mateo 17,1-9
En
aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro,a Santiago y a su hermano Juan
y se los llevó aparte a una montaña alta. Se transfiguró delante de
ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron
blancos como la luz. Y se les aparecieron Moisés y Elías conversando
con él. Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús: "Señor, ¡qué
bien se está aquí! Si quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para
Moisés y otra para Elías." Todavía estaba hablando cuando una nube
luminosa los cubrió con su sombra, y una voz desde la nube decía: "Éste
es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo." Al oírlo, los
discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto. Jesús se acercó y,
tocándolos, les dijo: "Levantaos, no temáis."
Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo.
Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó: "No contéis a nadie la
visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos."
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Comentarios: José Antonio Pagola.
El
centro de ese relato complejo, llamado tradicionalmente “La transfiguración de
Jesús”, lo ocupa una Voz que viene de una extraña “nube luminosa”, símbolo que
se emplea en la Biblia para hablar de la presencia siempre misteriosa de Dios
que se nos manifiesta y, al mismo tiempo, se nos oculta.
La Voz dice estas palabras: “Este
es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo”. Los discípulos no han de
confundir a Jesús con nadie, ni siquiera con Moisés y Elías, representantes y
testigos del Antiguo Testamento. Solo Jesús es el Hijo querido de Dios, el que
tiene su rostro “resplandeciente como el sol”.
Pero la Voz añade algo más: “Escuchadlo”.
En otros tiempos, Dios había revelado su voluntad por medio de los “diez
mandatos” de la Ley. Ahora la voluntad de Dios se resume y concreta en un solo
mandato: escuchad a Jesús. La escucha establece la verdadera relación entre los
seguidores y Jesús.
Al oír esto, los discípulos caen por
los suelos “llenos de espanto”. Están sobrecogidos por aquella
experiencia tan cercana de Dios, pero también asustados por lo que han oído:
¿podrán vivir escuchando solo a Jesús, reconociendo solo en él la presencia
misteriosa de Dios?
Entonces, Jesús “se acerca y,
tocándolos, les dice: Levantaos. No tengáis miedo”. Sabe que necesitan
experimentar su cercanía humana: el contacto de su mano, no solo el resplandor
divino de su rostro. Siempre que escuchamos a Jesús en el silencio de nuestro
ser, sus primeras palabras nos dicen: Levántate, no tengas miedo.
Muchas personas solo conocen a Jesús
de oídas. Su nombre les resulta, tal vez, familiar, pero lo que saben de él no
va más allá de algunos recuerdos e impresiones de la infancia. Incluso, aunque
se llamen cristianos, viven sin escuchar en su interior a Jesús. Y, sin esa
experiencia, no es posible conocer su paz inconfundible ni su fuerza para
alentar y sostener nuestra vida.
Cuando un creyente se detiene a
escuchar en silencio a Jesús, en el interior de su conciencia, escucha siempre
algo como esto: “No tengas miedo. Abandónate con toda sencillez en el misterio
de Dios. Tu poca fe basta. No te inquietes. Si me escuchas, descubrirás que el
amor de Dios consiste en estar siempre perdonándote. Y, si crees esto, tu vida
cambiará. Conocerás la paz del corazón”.
En el libro del Apocalipsis se puede
leer así: “Mira, estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la
puerta, entraré en su casa”. Jesús llama a la puerta de cristianos y no
cristianos. Le podemos abrir la puerta o lo podemos rechazar. Pero no es lo mismo
vivir con Jesús que sin él.
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