Juan 6, 51-58

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José Antonio Pagola
El evangelista Juan utiliza un lenguaje muy fuerte para
insistir en la necesidad de alimentar la comunión con Jesucristo. Solo así
experimentaremos en nosotros su propia vida. Según él, es necesario comer a
Jesús: «El que me come, vivirá por mí».
El lenguaje adquiere un carácter todavía más agresivo cuando
dice que hay que comer la carne de Jesús y beber su sangre. El texto es
rotundo. «Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El
que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él».
Este lenguaje ya no produce impacto alguno entre los
cristianos. Habituados a escucharlo desde niños, tendemos a pensar en lo que
venimos haciendo desde la primera comunión. Todos conocemos la doctrina
aprendida en el catecismo: en el momento de comulgar, Cristo se hace presente
en nosotros por la gracia del sacramento de la eucaristía.
Por desgracia, todo puede quedar más de una vez en doctrina
pensada y aceptada piadosamente. Pero, con frecuencia, nos falta la experiencia
de incorporar a Cristo a nuestra vida concreta. No sabemos cómo abrirnos a él
para que nutra con su Espíritu nuestra vida y la vaya haciendo más humana y más
evangélica.
Comer a Cristo es mucho más que adelantarnos distraídamente
a cumplir el rito sacramental de recibir el pan consagrado. Comulgar con Cristo
exige un acto de fe y apertura de especial intensidad, que se puede vivir sobre
todo en el momento de la comunión sacramental, pero también en otras
experiencias de contacto vital con Jesús.
Lo decisivo es tener hambre de Jesús. Buscar desde lo más
profundo encontrarnos con él. Abrirnos a su verdad para que nos marque con su
Espíritu y potencie lo mejor que hay en nosotros. Dejarle que ilumine y
transforme zonas de nuestra vida que están todavía sin evangelizar.
Entonces, alimentarnos de Jesús es volver a lo más genuino,
lo más simple y más auténtico de su Evangelio; interiorizar sus actitudes más
básicas y esenciales; encender en nosotros el instinto de vivir como él;
despertar nuestra conciencia de discípulos y seguidores para hacer de él el
centro de nuestra vida. Sin cristianos que se alimenten de Jesús, la Iglesia
languidece sin remedio.
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