Mateo 13,44-52

El reino de los
cielos se parece también a un comerciante en perlas finas que, al encontrar una
de gran valor, se va a vender todo lo que tiene y la compra. El reino de los
cielos se parece también a la red que echan en el mar y recoge toda clase de
peces: cuando está llena, la arrastran a la orilla, se sientan, y reúnen los buenos
en cestos y los malos los tiran. Lo mismo sucederá al final del tiempo: saldrán
los ángeles, separarán a los malos de los buenos y los echarán al horno
encendido. Allí será el llanto y el rechinar de dientes. ¿Entendéis bien todo
esto?»
Ellos le contestaron: «Sí.»
Él les dijo: «Ya veis, un escriba que entiende del reino de los cielos es como un padre de familia que va sacando del arca lo nuevo y lo antiguo.»
Ellos le contestaron: «Sí.»
Él les dijo: «Ya veis, un escriba que entiende del reino de los cielos es como un padre de familia que va sacando del arca lo nuevo y lo antiguo.»
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El evangelio recoge dos breves parábolas de Jesús con un
mismo mensaje. En ambos relatos, el protagonista descubre un tesoro enormemente
valioso o una perla de valor incalculable. Y los dos reaccionan del mismo modo:
venden con alegría y decisión lo que tienen y se hacen con el tesoro o la
perla. Según Jesús, así reaccionan los que descubren el reino de Dios.
Al parecer, Jesús teme que la gente le siga por intereses
diversos, sin descubrir lo más atractivo e importante: ese proyecto apasionante
del Padre que consiste en conducir a la humanidad hacia un mundo más justo,
fraterno y dichoso, encaminándolo así hacia su salvación definitiva en Dios.
¿Qué podemos decir hoy después de veinte siglos de
cristianismo? ¿Por qué tantos cristianos buenos viven encerrados en su práctica
religiosa con la sensación de no haber descubierto en ella ningún «tesoro»?
¿Dónde está la raíz última de esa falta de entusiasmo y alegría en no pocos
ámbitos de nuestra Iglesia, incapaz de atraer hacia el núcleo del Evangelio a
tantos hombres y mujeres que se van alejando de ella, sin renunciar por eso a
Dios ni a Jesús?
Después del Concilio, Pablo VI hizo esta afirmación rotunda:
«Solo el reino de Dios es absoluto. Todo lo demás es relativo». Años más tarde,
Juan Pablo II lo reafirmó diciendo: «La Iglesia no es ella su propio fin, pues
está orientada al reino de Dios, del cual es germen, signo e instrumento». El
papa Francisco nos viene repitiendo: «El proyecto de Jesús es instaurar el
reino de Dios».
Si esta es la fe de la Iglesia, ¿por qué hay cristianos que
ni siquiera han oído hablar de ese proyecto que Jesús llamaba «reino de Dios»?
¿Por qué no saben que la pasión que animó toda la vida de Jesús, la razón de
ser y el objetivo de toda su actuación, fue anunciar y promover ese proyecto
humanizador del Padre: buscar el reino de Dios y su justicia?
La Iglesia no puede renovarse desde su raíz si no descubre
el «tesoro» del reino de Dios. No es lo mismo llamar a los cristianos a
colaborar con Dios en su gran proyecto de hacer un mundo más humano que vivir
distraídos en prácticas y costumbres que nos hacen olvidar el verdadero núcleo
del Evangelio.
El papa Francisco nos está diciendo que «el reino de Dios
nos reclama». Este grito nos llega desde el corazón mismo del Evangelio. Lo
hemos de escuchar. Seguramente, la decisión más importante que hemos de tomar
hoy en la Iglesia y en nuestras comunidades cristianas es la de recuperar el
proyecto del reino de Dios con alegría y entusiasmo.
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