Marcos 6,1-6
En aquel tiempo, fue Jesús a su pueblo en compañía de sus discípulos. Cuando llegó el sábado, empezó a enseñar en la sinagoga; la multitud que lo oía se preguntaba asombrada: «¿De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es ésa que le han enseñado? ¿Y esos milagros de sus manos? ¿No es éste el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago y José y Judas y Simón? Y sus hermanas ¿no viven con nosotros aquí?»
Y esto les resultaba escandaloso.
Jesús les decía: «No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa.»
No pudo hacer allí ningún milagro, sólo curó algunos enfermos imponiéndoles las manos. Y se extrañó de su falta de fe. Y recorría los pueblos de alrededor enseñando.
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José Antonio Pagola.
Jesús no es un sacerdote del Templo, ocupado en cuidar y
promover la religión. Tampoco lo confunde nadie con un maestro de la Ley,
dedicado a defender la Torá de Moisés. Los campesinos de Galilea ven en sus
gestos curadores y en sus palabras de fuego la actuación de un profeta movido
por el Espíritu de Dios.
Jesús sabe que le espera una vida difícil y conflictiva. Los
dirigentes religiosos se le enfrentarán. Es el destino de todo profeta. No
sospecha todavía que será rechazado precisamente entre los suyos, los que mejor
lo conocen desde niño.
Al parecer, el rechazo de Jesús en su pueblo de Nazaret era
muy comentado entre los primeros cristianos. Tres evangelistas recogen el
episodio con todo detalle. Según Marcos, Jesús llega a Nazaret acompañado de
discípulos y con fama de profeta curador. Sus vecinos no saben qué pensar.
Al llegar el sábado, Jesús entra en la pequeña sinagoga del
pueblo y «empieza a enseñar». Sus vecinos y familiares apenas le escuchan.
Entre ellos nacen toda clase de preguntas. Conocen a Jesús desde niño: es un
vecino más. ¿Dónde ha aprendido ese mensaje sorprendente del reino de Dios? ¿De
quién ha recibido esa fuerza para curar? Marcos dice que Jesús «los tenía
desconcertados». ¿Por qué?
Aquellos campesinos creen que lo saben todo de Jesús. Se han
hecho una idea de él desde niño. En lugar de acogerlo tal como se presenta ante
ellos quedan bloqueados por la imagen que tienen de él. Esa imagen les impide
abrirse al misterio que se encierra en Jesús. Se resisten a descubrir en él la
cercanía salvadora de Dios.
Pero hay algo más. Acogerlo como profeta significa estar
dispuestos a escuchar el mensaje que les dirige en nombre de Dios. Y esto puede
traerles problemas. Ellos tienen su sinagoga, sus libros sagrados y sus
tradiciones. Viven con paz su religión. La presencia profética de Jesús puede
romper la tranquilidad de la aldea.
Los cristianos tenemos imágenes bastante diferentes de
Jesús. No todas coinciden con la que tenían los que lo conocieron de cerca y lo
siguieron. Cada uno nos hacemos nuestra idea de él. Esta imagen condiciona
nuestra forma de vivir la fe. Si nuestra imagen de Jesús es pobre, parcial o
distorsionada, nuestra fe será pobre, parcial o distorsionada.
¿Por qué nos esforzamos tan poco en conocer a Jesús?
¿Por qué nos escandaliza recordar sus rasgos humanos?
¿Por qué nos resistimos a confesar que Dios se ha encarnado
en un profeta?
¿Intuimos tal vez que su vida profética nos obligaría a
transformar profundamente nuestras comunidades y nuestra vida?
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