Lucas 2, 16-21
En aquel tiempo, los pastores fueron corriendo hacia Belén y encontraron
a María y a José, y al niño acostado en el pesebre. Al verlo, contaron
lo que se les había dicho de aquel niño.Todos los que lo oían se admiraban de lo que les habían dicho los pastores. María, por su parte, conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón.
Y se volvieron los pastores dando gloria y alabanza a Dios por todo lo que habían oído y visto, conforme a lo que se les había dicho.
Cuando se cumplieron los ocho días para circuncidar al niño, le pusieron por nombre Jesús, como lo había llamado el ángel antes de su concepción.
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José Antonio Pagola
A muchos puede extrañar que la Iglesia haga coincidir el
primer día del nuevo año civil con la fiesta de Santa María Madre de Dios. Y,
sin embargo, es significativo que, desde el siglo IV, la Iglesia, después de
celebrar solemnemente el nacimiento del Salvador, desee comenzar el año nuevo
bajo la protección maternal de María, Madre del Salvador y Madre nuestra.
Los cristianos de hoy nos tenemos que preguntar qué hemos
hecho de María estos últimos años, pues probablemente hemos empobrecido nuestra
fe eliminándola demasiado de nuestra vida.
Movidos, sin duda, por una voluntad sincera de purificar
nuestra vivencia religiosa y encontrar una fe más sólida, hemos abandonado
excesos piadosos, devociones exageradas, costumbres superficiales y
extraviadas.
Hemos tratado de superar una falsa mariolatría en la que,
tal vez, sustituíamos a Cristo por María y veíamos en ella la salvación, el
perdón y la redención que, en realidad, hemos de acoger desde su Hijo.
Si todo ha sido corregir desviaciones y colocar a María en
el lugar auténtico que le corresponde como Madre de Jesucristo y Madre de la
Iglesia, nos tendríamos que alegrar y reafirmar en nuestra postura.
Pero ¿ha sido exactamente así? ¿No la hemos olvidado
excesivamente? ¿No la hemos arrinconado en algún lugar oscuro del alma junto a
las cosas que nos parecen de poca utilidad?
Un abandono de María, sin ahondar más en su misión y en el
lugar que ha de ocupar en nuestra vida, no enriquecerá jamás nuestra vivencia
cristiana, sino que la empobrecerá. Probablemente hemos cometido excesos de
mariolatría en el pasado, pero ahora corremos el riesgo de empobrecemos con su
ausencia casi total en nuestras vidas.
María es la Madre de Cristo. Pero aquel Cristo que nació de
su seno estaba destinado a crecer e incorporar a sí numerosos hermanos, hombres
y mujeres que vivirían un día de su Palabra y de su gracia. Hoy María no es
solo Madre de Jesús. Es la Madre del Cristo total. Es la Madre de todos los
creyentes.
Es bueno que, al comenzar un año nuevo, lo hagamos elevando
nuestros ojos hacia María. Ella nos acompañará a lo largo de los días con
cuidado y ternura de madre. Ella cuidará nuestra fe y nuestra esperanza. No la
olvidemos a lo largo del año.
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