Mateo 1,18-24
El nacimiento de Jesucristo fue de esta manera: María, su madre, estaba
desposada con José y, antes de vivir juntos, resultó que ella esperaba un hijo
por obra del Espíritu Santo. José, su esposo, que era justo y no quería
denunciarla, decidió repudiarla en secreto. Pero, apenas había tomado esta resolución, se le apareció en sueños un ángel del Señor que le dijo: «José, hijo de David, no tengas reparo en llevarte a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de los pecados.»
Todo esto sucedió para que se cumpliese lo que habla dicho el Señor por el Profeta: «Mirad: la Virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrá por nombre Emmanuel, que significa "Dios-con-nosotros".»
Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor y se llevó a casa a su mujer.
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José Antonio Pagola
Hay una pregunta que todos los años me ronda desde que
comienzo a observar por las calles los preparativos que anuncian la proximidad
de la Navidad: ¿Qué puede haber todavía de verdad en el fondo de esas fiestas
tan estropeadas por intereses consumistas y por nuestra propia mediocridad?
No soy el único. A muchas personas las oigo hablar de la
superficialidad navideña, de la pérdida de su carácter familiar y hogareño, de
la vergonzosa manipulación de los símbolos religiosos y de tantos excesos y
despropósitos que deterioran hoy la Navidad.
Pero, a mi juicio, el problema es más hondo. ¿Cómo puede
celebrar el misterio de un «Dios hecho hombre» una sociedad que vive
prácticamente de espaldas a Dios, y que destruye de tantas maneras la dignidad
del ser humano?
¿Cómo puede celebrar «el nacimiento de Dios» una sociedad en
la que el célebre profesor francés G. Lipovetsky, al describir la actual
indiferencia, ha podido decir estas palabras: «Dios ha muerto, las grandes
finalidades se extinguen, pero a todo el mundo le da igual, esta es la feliz
noticia»?
Al parecer, son bastantes las personas a las que les da
exactamente igual creer o no creer, oír que «Dios ha muerto» o que «Dios ha
nacido». Su vida sigue funcionando como siempre. No parecen necesitar ya de
Dios.
Y, sin embargo, la historia contemporánea nos está obligando
ya a hacernos algunas graves preguntas. Hace algún tiempo se hablaba de «la
muerte de Dios»; hoy se habla de «la muerte del hombre». Hace algunos años se
proclamaba «la desaparición de Dios»; hoy se anuncia «la desaparición del
hombre». ¿No será que la muerte de Dios arrastra consigo de manera inevitable
la muerte del hombre?
Expulsado Dios de nuestras vidas, encerrados en un mundo
creado por nosotros mismos y que no refleja sino nuestras propias
contradicciones y miserias, ¿quién nos puede decir quiénes somos y qué es lo
que realmente queremos?
¿No necesitamos que Dios nazca de nuevo entre nosotros, que
brote con luz nueva en nuestras conciencias, que se abra camino en medio de
nuestros conflictos y contradicciones?
Para encontrarnos con ese Dios no hay que ir muy lejos.
Basta acercarnos silenciosamente a nosotros mismos. Basta ahondar en nuestros
interrogantes y anhelos más profundos.
Este es el mensaje de la Navidad: Dios está cerca de ti,
donde tú estás, con tal de que te abras a su Misterio. El Dios inaccesible se
ha hecho humano y su cercanía misteriosa nos envuelve. En cada uno de nosotros
puede nacer Dios.
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