Mateo 5,13-16
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:«Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán?
No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente.
Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte.
Tampoco se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa.
Brille así vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en los cielos».
José Antonio Pagola
Los seres humanos tendemos a aparecer ante los demás como
más inteligentes, más buenos, más nobles de lo que realmente somos. Nos pasamos
la vida tratando de aparentar ante los demás y ante nosotros mismos una
perfección que no poseemos.
Los psicólogos dicen que esta tendencia se debe, sobre todo,
al deseo de afirmarnos ante nosotros mismos y ante los otros, para defendernos
así de su posible superioridad.
Nos falta la verdad de «las buenas obras», y llenamos
nuestra vida de palabrería y de toda clase de disquisiciones. No somos capaces
de dar al hijo un ejemplo de vida digna, y nos pasamos los días exigiéndole lo
que nosotros no vivimos.
No somos coherentes con nuestra fe cristiana, y tratamos de
justificarnos criticando a quienes han abandonado la práctica religiosa. No
somos testigos del evangelio, y nos dedicamos a predicarlo a otros.
Tal vez hayamos de comenzar por reconocer pacientemente
nuestras incoherencias, para presentar a los demás solo la verdad de nuestra
vida. Si tenemos el coraje de aceptar nuestra mediocridad, nos abriremos más
fácilmente a la acción de ese Dios que puede transformar todavía nuestra vida.
Jesús habla del peligro de que «la sal se vuelva sosa». San
Juan de la Cruz lo dice de otra manera: «Dios os libre que se comience a
envanecer la sal, que, aunque más parezca que hace algo por fuera, en sustancia
no será nada, cuando está cierto que las buenas obras no se pueden hacer sino
en virtud de Dios».
Para ser «sal de la tierra», lo importante no es el
activismo, la agitación, el protagonismo superficial, sino «las buenas obras»
que nacen del amor y de la acción del Espíritu en nosotros.
Con qué atención deberíamos escuchar hoy en la Iglesia estas
palabras del mismo Juan de la Cruz: «Adviertan, pues, aquí los que son muy
activos y piensan ceñir el mundo con sus predicaciones y obras exteriores, que
mucho más provecho harían a la Iglesia y mucho más agradarían a Dios... si
gastasen siquiera la mitad de ese tiempo en estarse con Dios en oración».
De lo contrario, según el místico doctor, «todo es
martillear y hacer poco más que nada, y a veces nada, y aún a veces daño». En
medio de tanta actividad y agitación, ¿dónde están nuestras «buenas obras»?
Jesús decía a sus discípulos: «Alumbre vuestra luz a los hombres para que vean
vuestras buenas obras y den gloria al Padre».
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