Mateos 17, 1-9
Seis días más tarde, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago
y a su hermano Juan, y subió con ellos aparte a un monte alto. Se transfiguró
delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se
volvieron blancos como la luz. De repente se les aparecieron Moisés y Elías
conversando con él. Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús: «Señor,
¡qué bueno es que estemos aquí! Si quieres, haré tres tiendas: una para ti,
otra para Moisés y otra para Elías». Todavía estaba hablando cuando una nube
luminosa los cubrió con su sombra y una voz desde la nube decía: «Este es mi
Hijo, el amado, en quien me complazco. Escuchadlo». Al oírlo, los discípulos
cayeron de bruces, llenos de espanto. Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo:
«Levantaos, no temáis». Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús,
solo. Cuando bajaban del monte, Jesús les mandó: «No contéis a nadie la visión
hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos».
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José Antonio Pagola
Probablemente es el miedo lo que más paraliza a los
cristianos en el seguimiento fiel a Jesucristo. En la Iglesia actual hay pecado
y debilidad, pero hay sobre todo miedo a correr riesgos. Hemos comenzado el
tercer milenio sin audacia para renovar creativamente la vivencia de la fe
cristiana. No es difícil señalar alguno de estos miedos.
Tenemos miedo a lo nuevo, como si «conservar el pasado»
garantizara automáticamente la fidelidad al Evangelio. Es cierto que el
Concilio Vaticano II afirmó de manera rotunda que en la Iglesia ha de haber
«una constante reforma», pues «como institución humana la necesita
permanentemente». Sin embargo, no es menos cierto que lo que mueve en estos
momentos a la Iglesia no es tanto un espíritu de renovación cuanto un instinto
de conservación.
Tenemos miedo para asumir las tensiones y conflictos que
lleva consigo buscar la fidelidad al evangelio. Nos callamos cuando tendríamos
que hablar; nos inhibimos cuando deberíamos intervenir. Se prohíbe el debate de
cuestiones importantes, para evitar planteamientos que pueden inquietar;
preferimos la adhesión rutinaria que no trae problemas ni disgusta a la
jerarquía.
Tenemos miedo a la investigación teológica creativa. Miedo a
revisar ritos y lenguajes litúrgicos que no favorecen hoy la celebración viva
de la fe. Miedo a hablar de los «derechos humanos» dentro de la Iglesia. Miedo
a reconocer prácticamente a la mujer un lugar más acorde con el espíritu de
Jesús.
Tenemos miedo a anteponer la misericordia por encima de
todo, olvidando que la Iglesia no ha recibido el «ministerio del juicio y la
condena», sino el «ministerio de la reconciliación». Hay miedo a acoger a los
pecadores como lo hacía Jesús. Difícilmente se dirá hoy de la Iglesia que es
«amiga de pecadores», como se decía de su Maestro.
Según el relato evangélico, los discípulos caen por tierra «llenos
de miedo» al oír una voz que les dice: «Este es mi Hijo amado...
escuchadlo». Da miedo escuchar solo a Jesús. Es el mismo Jesús quien se
acerca, los toca y les dice: «Levantaos, no tengáis miedo». Solo el
contacto vivo con Cristo nos podría liberar de tanto miedo.
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