Marcos 12,38-44 (32 Tiempo ordinario – B)
Y él, instruyéndolos, les decía: «¡Cuidado con los escribas! Les encanta pasearse con amplio ropaje y que les hagan reverencias en las plazas, buscan los asientos de honor en las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes; y devoran los bienes de las viudas y aparentan hacer largas oraciones. Esos recibirán una condenación más rigurosa». Estando Jesús sentado enfrente del tesoro del templo, observaba a la gente que iba echando dinero: muchos ricos echaban mucho; se acercó una viuda pobre y echó dos monedillas, es decir, un cuadrante. Llamando a sus discípulos, les dijo: «En verdad os digo que esta viuda pobre ha echado en el arca de las ofrendas más que nadie. Porque los demás han echado de lo que les sobra, pero esta, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir».
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José Antonio Pagola
En teoría, los pobres son para la Iglesia lo que fueron para
Jesús: los preferidos, los primeros que han de atraer nuestra atención e
interés. Pero es solo en teoría, pues de hecho no ocurre así. Y no es cuestión
de ideas, sino de sensibilidad ante el sufrimiento de los débiles. En teoría,
todo cristiano dirá que está de parte de los pobres. La cuestión es saber qué
lugar ocupan realmente en la vida de la Iglesia y de los cristianos.
Es verdad –y hay que decirlo en voz alta– que en la Iglesia
hay muchas, muchísimas personas, grupos, organismos, congregaciones,
misioneros, voluntarios laicos, que no solo se preocupan de los pobres, sino
que, impulsados por el mismo espíritu de Jesús, dedican su vida entera y hasta
la arriesgan por defender la dignidad y los derechos de los más desvalidos,
pero ¿cuál es nuestra actitud generalizada en las comunidades cristianas de los
países ricos?
Mientras solo se trata de aportar alguna ayuda o de dar un
donativo no hay problema especial. Las limosnas nos tranquilizan para seguir
viviendo con buena conciencia. Los pobres empiezan a inquietarnos cuando nos
obligan a plantearnos qué nivel de vida nos podemos permitir, sabiendo que cada
día mueren de hambre en el mundo no menos de setenta mil personas.
Por lo general, entre nosotros no son tan visibles el hambre
y la miseria. Lo más patente es la vida injustamente marginada y poco digna de
los pobres. En la práctica, los pobres de nuestra sociedad carecen de los
derechos que tenemos los demás; no merecen el respeto que merece toda persona
normal; no representan nada importante para casi nadie. Encontrarnos con ellos
nos desazona. Los pobres desenmascaran nuestros grandes discursos sobre el
progreso y ponen al descubierto la mezquindad de nuestra caridad. No nos dejan
vivir con buena conciencia.
El episodio evangélico en el que Jesús alaba a la viuda
pobre nos deja avergonzados a quienes vivimos satisfechos en nuestro bienestar.
Nosotros tal vez damos algo de lo que nos sobra, pero esta mujer que «pasa
necesidad» sabe dar «todo lo que tiene para vivir». Cuántas veces son los pobres
los que mejor nos enseñan a vivir de manera digna y con corazón grande y
generoso.
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