Lucas 6,17.20-26 (6 Tiempo ordinario – C)
Después de bajar con ellos, se paró en una llanura con un grupo grande de discípulos y una gran muchedumbre del pueblo, procedente de toda Judea, de Jerusalén y de la costa de Tiro y de Sidón.
Él, levantando los ojos hacia sus discípulos, les decía:
«Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el reino de Dios. Bienaventurados
los que ahora tenéis hambre, porque quedaréis saciados. Bienaventurados los que
ahora lloráis, porque reiréis. Bienaventurados vosotros cuando os odien los
hombres, y os excluyan, y os insulten y proscriban vuestro nombre como infame,
por causa del Hijo del hombre. Alegraos ese día y saltad de gozo, porque
vuestra recompensa será grande en el cielo. Eso es lo que hacían vuestros
padres con los profetas. Pero ¡ay de vosotros, los ricos, porque ya habéis
recibido vuestro consuelo! ¡Ay de vosotros, los que estáis saciados, porque
tendréis hambre! ¡Ay de los que ahora reís, porque haréis duelo y lloraréis! ¡Ay
si todo el mundo habla bien de vosotros! Eso es lo que vuestros padres hacían
con los falsos profetas.
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José Antonio
Pagola
Occidente no ha querido creer en el amor como fuente de vida y felicidad
para el hombre y la sociedad. Las bienaventuranzas de Jesús siguen siendo un
lenguaje ininteligible e increíble, incluso para los que nos llamamos
cristianos.
Nosotros hemos puesto la felicidad en otras cosas. Hemos llegado incluso a
confundir la felicidad con el bienestar. Y, aunque son pocos los que se atreven
a confesarlo abiertamente, para muchos lo decisivo para ser feliz es «tener
dinero».
Apenas tienen otro proyecto de vida. Trabajar para tener dinero. Tener
dinero para comprar cosas. Poseer cosas para adquirir una posición y ser algo
en la sociedad. Esta es la felicidad en la que creemos. El camino que tratamos
de recorrer para buscar felicidad.
Vivimos en una sociedad que, en el fondo, sabe que algo absurdo se encierra
en todo esto, pero no es capaz de buscar una felicidad más verdadera. Nos gusta nuestra manera de vivir, aunque
sintamos que no nos hace felices.
Los creyentes deberíamos recordar que Jesús no ha hablado solo de
bienaventuranzas. Ha lanzado también amenazadoras maldiciones para cuantos,
olvidando la llamada del amor, disfrutan satisfechos en su propio bienestar.
Esta es la amenaza de Jesús: quienes poseen y disfrutan de todo cuanto su
corazón egoísta ha anhelado, un día descubrirán que no hay para ellos más
felicidad que la que ya han saboreado.
Quizá estamos viviendo unos tiempos en los que empezamos a intuir mejor la
verdad última que se encierra en las amenazas de Jesús: «¡Ay de vosotros, los
ricos, porque ya tenéis vuestro consuelo! ¡Ay de vosotros, los que estáis
saciados, porque tendréis hambre! ¡Ay de los que ahora reís, porque lloraréis!».
Empezamos a experimentar que la felicidad no está en el puro bienestar. La
civilización de la abundancia nos ofrece medios de vida, pero no razones para
vivir. La insatisfacción actual de muchos no se debe solo ni principalmente a
la crisis económica, sino ante todo a la crisis de auténticos motivos para
vivir, luchar, gozar, sufrir y esperar.
Hay poca gente feliz. Hemos aprendido muchas cosas, pero no sabemos ser
felices. Necesitamos de tantas cosas que
somos unos pobres necesitados. Para lograr nuestro bienestar somos capaces
de mentir, defraudar, traicionarnos a nosotros mismos y destruirnos unos a
otros. Y así no se puede ser feliz.
¿Y si Jesús tuviera razón? ¿No está nuestra «felicidad» demasiado
amenazada? ¿No tenemos que buscar una sociedad diferente cuyo ideal no sea el
desarrollo material sin fin, sino la satisfacción de las necesidades vitales de
todos? ¿No seremos más felices cuando aprendamos a necesitar menos y compartir
más?
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