Mateo 18,15-20 (23 Tiempo ordinario – A)
Si tu hermano peca contra ti, repréndelo estando los dos a solas. Si te hace caso, has salvado a tu hermano. Si no te hace caso, llama a otro o a otros dos, para que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o tres testigos. Si no les hace caso, díselo a la comunidad, y si no hace caso ni siquiera a la comunidad, considéralo como un pagano o un publicano. En verdad os digo que todo lo que atéis en la tierra quedará atado en los cielos, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en los cielos. Os digo, además, que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi Padre que está en los cielos. Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos».
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José Antonio Pagola
Cuando uno vive distanciado de la religión o se ha visto
decepcionado por la actuación de los cristianos, es fácil que la Iglesia se le presente
solo como una gran organización. Una especie de «multinacional» ocupada en
defender y sacar adelante sus propios intereses. Estas personas, por lo
general, solo conocen a la Iglesia desde fuera. Hablan del Vaticano, critican
las intervenciones de la jerarquía, se irritan ante ciertas actuaciones del
papa. La Iglesia es para ellas una institución anacrónica de la que viven
lejos.
No es esta la experiencia de quienes se sienten miembros de
una comunidad creyente. Para estos, el rostro concreto de la Iglesia es casi
siempre su propia parroquia. Ese grupo de personas amigas que se reúnen cada
domingo a celebrar la eucaristía. Ese lugar de encuentro donde celebran la fe y
rezan todos juntos a Dios. Esa comunidad donde se bautiza a los hijos o se
despide a los seres queridos hasta el encuentro final en la otra vida.
Para quien vive en la Iglesia buscando en ella la comunidad
de Jesús, la Iglesia es casi siempre fuente de alegría y motivo de sufrimiento.
Por una parte, la Iglesia es estímulo y gozo; podemos experimentar dentro de
ella el recuerdo de Jesús, escuchar su mensaje, rastrear su espíritu, alimentar
nuestra fe en el Dios vivo. Por otra, la Iglesia hace sufrir, porque observamos
en ella incoherencias y rutina; con frecuencia es demasiado grande la distancia
entre lo que se predica y lo que se vive; falta vitalidad evangélica; en muchas
cosas se ha ido perdiendo el estilo de Jesús.
Esta es la mayor tragedia de la Iglesia. Jesús ya no es
amado ni venerado como en las primeras comunidades. No se conoce ni se
comprende su originalidad. Bastantes no llegarán siquiera a sospechar la
experiencia salvadora que vivieron los primeros que se encontraron con él.
Hemos hecho una Iglesia donde no pocos cristianos se imaginan que, por el hecho
de aceptar unas doctrinas y de cumplir unas prácticas religiosas, están
siguiendo a Cristo como los primeros discípulos.
Y, sin embargo, en esto consiste el núcleo esencial de la
Iglesia. En vivir la adhesión a Cristo en comunidad, reactualizando la
experiencia de quienes encontraron en él la cercanía, el amor y el perdón de
Dios. Por eso, tal vez, el texto eclesiológico más fundamental son estas
palabras de Jesús que leemos en el evangelio: «Donde dos o tres están reunidos
en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos».
El primer quehacer de la Iglesia es aprender a «reunirse en
el nombre de Jesús». Alimentar su recuerdo, vivir de su presencia, reactualizar
su fe en Dios, abrir hoy nuevos caminos a su Espíritu. Cuando esto falta, todo
corre el riesgo de quedar desvirtuado por nuestra mediocridad.
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