Mateo 21,33-43 (27 Tiempo ordinario – A)
Escuchad otra parábola: «Había un propietario que plantó una viña, la rodeó con una cerca, cavó en ella un lagar, construyó una torre, la arrendó a unos labradores y se marchó lejos. Llegado el tiempo de los frutos, envió sus criados a los labradores para percibir los frutos que le correspondían. Pero los labradores, agarrando a los criados, apalearon a uno, mataron a otro y a otro lo apedrearon. Envió de nuevo otros criados, más que la primera vez, e hicieron con ellos lo mismo. Por último, les mandó a su hijo diciéndose: “Tendrán respeto a mi hijo”. Pero los labradores, al ver al hijo se dijeron: “Este es el heredero: venid, lo matamos y nos quedamos con su herencia”. Y agarrándolo, lo sacaron fuera de la viña y lo mataron. Cuando vuelva el dueño de la viña, ¿qué hará con aquellos labradores?». Le contestan: «Hará morir de mala muerte a esos malvados y arrendará la viña a otros labradores que le entreguen los frutos a su tiempo». Y Jesús les dice: «¿No habéis leído nunca en la Escritura: “La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular. Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente”? Por eso os digo que se os quitará a vosotros el reino de Dios y se dará a un pueblo que produzca sus frutos.
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José Antonio Pagola
La
parábola de los «viñadores homicidas» es, sin duda, la más dura que Jesús
pronunció contra los dirigentes religiosos de su pueblo. No es fácil remontarse
hasta el relato original, pero, probablemente, no era muy diferente del que
podemos leer hoy en la tradición evangélica.
Los
protagonistas de mayor relieve son, sin duda, los labradores encargados de
trabajar la viña. Su actuación es siniestra. No se parecen en absoluto al dueño
que cuida la viña con solicitud y amor para que no carezca de nada.
No
aceptan al señor al que pertenece la viña. Quieren ser ellos los únicos dueños.
Uno tras otro, van eliminando a los siervos que él les envía con paciencia
increíble. No respetan ni a su hijo. Cuando llega, lo «echan fuera de la viña»
y lo matan. Su única obsesión es «quedarse con la herencia».
¿Qué
puede hacer el dueño? Terminar con estos viñadores y entregar su viña a otros
«que le entreguen los frutos». La conclusión de Jesús es trágica: «Yo os
aseguro que a vosotros se os quitará el reino de Dios y se dará a un pueblo que
produzca sus frutos».
A
partir de la destrucción de Jerusalén el año 70, la parábola fue leída como una
confirmación de que la Iglesia había tomado el relevo de Israel, pero nunca fue
interpretada como si en el «nuevo Israel» estuviera garantizada la fidelidad al
dueño de la viña.
El
reino de Dios no es de la Iglesia. No pertenece a la jerarquía. No es propiedad
de estos teólogos o de aquellos. Su único dueño es el Padre. Nadie se ha de
sentir propietario de su verdad ni de su espíritu. El reino de Dios está en «el
pueblo que produce sus frutos» de justicia, compasión y defensa de los últimos.
La
mayor tragedia que puede sucederle al cristianismo de hoy y de siempre es que
mate la voz de los profetas, que los sumos sacerdotes se sientan dueños de la
«viña del Señor» y que, entre todos, echemos al Hijo «fuera», ahogando su
Espíritu. Si la Iglesia no responde a las esperanzas que ha puesto en ella su
Señor, Dios abrirá nuevos caminos de salvación en pueblos que produzcan frutos.
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