Mateo 22,34-40 (30 Tiempo ordinario – A)
Los fariseos, al oír que había hecho callar a los saduceos, se reunieron en un lugar y uno de ellos, un doctor de la ley, le preguntó para ponerlo a prueba: «Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la ley?». Él le dijo: «“Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente”. Este mandamiento es el principal y primero. El segundo es semejante a él: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. En estos dos mandamientos se sostienen toda la Ley y los Profetas».
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José Antonio Pagola
Cuando olvidan lo esencial, fácilmente se adentran las religiones por caminos de mediocridad piadosa o de casuística moral, que no solo incapacitan para una relación sana con Dios, sino que pueden dañar gravemente a las personas. Ninguna religión escapa a este riesgo.
La escena que se narra en los evangelios tiene como trasfondo
una atmósfera religiosa en que sacerdotes y maestros de la ley clasifican
cientos de mandatos de la Ley divina en «fáciles» y «difíciles», «graves» y
«leves», «pequeños» y «grandes». Casi imposible moverse con un corazón sano en
esta red.
La pregunta que plantean a Jesús busca recuperar lo esencial,
descubrir el «espíritu perdido»: ¿cuál es el mandato principal?, ¿qué es lo
esencial?, ¿dónde está el núcleo de todo? La respuesta de Jesús, como la de
Hillel y otros maestros judíos, recoge la fe básica de Israel: «Amarás al
Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser».
«Amarás a tu prójimo como a ti mismo».
Que nadie piense que, al hablar del amor a Dios, se está
hablando de emociones o sentimientos hacia un Ser imaginario, ni de
invitaciones a rezos y devociones. «Amar a Dios con todo el corazón» es
reconocer humildemente el Misterio último de la vida; orientar confiadamente la
existencia de acuerdo con su voluntad: amar a Dios como Padre, que es bueno y nos
quiere bien.
Todo esto marca decisivamente la vida, pues significa alabar
la existencia desde su raíz; tomar parte en la vida con gratitud; optar siempre
por lo bueno y lo bello; vivir con corazón de carne y no de piedra; resistirnos
a todo lo que traiciona la voluntad de Dios negando la vida y la dignidad de
sus hijos e hijas.
Por eso el amor a Dios es inseparable del amor a los
hermanos. Así lo recuerda Jesús: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo». No es
posible el amor real a Dios sin escuchar el sufrimiento de sus hijos e hijas.
¿Qué religión sería aquella en la que el hambre de los desnutridos o el exceso
de los satisfechos no planteara pregunta ni inquietud alguna a los creyentes?
No están descaminados quienes resumen la religión de Jesús como «pasión por
Dios y compasión por la humanidad».
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