Lucas 1,39-45 (4 Adviento – C)
En aquellos mismos días, María se levantó y se puso en camino de prisa hacia la montaña, a una ciudad de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Aconteció que, en cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel de Espíritu Santo y, levantando la voz, exclamó: «¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? Pues, en cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá».
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José Antonio Pagola
ACOMPAÑAR A VIVIR
Uno de los rasgos más característicos del amor cristiano es
saber acudir junto a quien puede estar necesitando nuestra presencia. Ese es el
primer gesto de María después de acoger con fe la misión de ser madre del
Salvador. Ponerse en camino y marchar aprisa junto a otra mujer que necesita en
esos momentos su ayuda.
Hay una manera de amar que hemos de recuperar en nuestros
días, y que consiste en «acompañar a vivir» a quien se encuentra hundido en la
soledad, bloqueado por la depresión, atrapado por la enfermedad o,
sencillamente, vacío de alegría y esperanza.
Estamos consolidando, entre todos, una sociedad hecha solo
para los fuertes, los agraciados, los jóvenes, los sanos y los que son capaces
de gozar y disfrutar de la vida.
Estamos fomentando así lo que se ha llamado el «segregarismo
social» (Jürgen Moltmann). Juntamos a los niños en las guarderías, instalamos a
los enfermos en las clínicas y hospitales, guardamos a nuestros ancianos en
asilos y residencias, encerramos a los delincuentes en las cárceles y ponemos a
los drogadictos bajo vigilancia...
Así, todo está en orden. Cada uno recibe allí la atención que
necesita, y los demás nos podemos dedicar con más tranquilidad a trabajar y
disfrutar de la vida sin ser molestados. Procuramos rodearnos de personas sin
problemas que pongan en peligro nuestro bienestar, y logramos vivir «bastante
satisfechos».
Solo que así no es posible experimentar la alegría de
contagiar y dar vida. Se explica que muchos, aun habiendo logrado un nivel
elevado de bienestar, tengan la impresión de que la vida se les está escapando
aburridamente entre las manos.
El que cree en la encarnación de Dios, que ha querido
compartir nuestra vida y acompañarnos en nuestra indigencia, se siente llamado
a vivir de otra manera.
No se trata de hacer «cosas grandes». Quizá, sencillamente,
ofrecer nuestra amistad a ese vecino hundido en la soledad, estar cerca de ese
joven que sufre depresión, tener paciencia con ese anciano que busca ser
escuchado por alguien, estar junto a esos padres que tienen a su hijo en la
cárcel, alegrar el rostro de ese niño triste marcado por la separación de sus padres…
Este amor que nos lleva a compartir las cargas y el peso que
tiene que soportar el hermano es un amor «salvador», porque libera de la
soledad e introduce una esperanza nueva en quien sufre, pues se siente
acompañado en su aflicción.
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