Juan 20,19-32 (2 Pascua – C)
Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «Paz a vosotros». Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo». Y, dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos». Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: «Hemos visto al Señor». Pero él les contestó: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo». A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: «Paz a vosotros». Luego dijo a Tomás: «Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente». Contestó Tomás: «¡Señor mío y Dios mío!». Jesús le dijo: «¿Porque me has visto has creído? Bienaventurados los que crean sin haber visto». Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos. Estos han sido escritos para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre.
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José Antonio Pagola
ABRIR LAS PUERTAS
El evangelio de Juan describe con trazos oscuros la situación
de la comunidad cristiana cuando en su centro falta Cristo resucitado. Sin su
presencia viva, la Iglesia se convierte en un grupo de hombres y mujeres que
viven «en una casa con las puertas cerradas, por miedo a los judíos».
Con las «puertas cerradas» no se puede escuchar lo que sucede
fuera. No es posible captar la acción del Espíritu en el mundo. No se abren
espacios de encuentro y diálogo con nadie. Se apaga la confianza en el ser
humano y crecen los recelos y prejuicios. Pero una Iglesia sin capacidad de
dialogar es una tragedia, pues los seguidores de Jesús estamos llamados a
actualizar hoy el eterno diálogo de Dios con el ser humano.
El «miedo» puede paralizar la evangelización y bloquear
nuestras mejores energías. El miedo nos lleva a rechazar y condenar. Con miedo
no es posible amar al mundo. Pero, si no lo amamos, no lo estamos mirando como
lo mira Dios. Y, si no lo miramos con los ojos de Dios, ¿cómo comunicaremos su
Buena Noticia?
Si vivimos con las puertas cerradas, ¿quién dejará el redil
para buscar las ovejas perdidas? ¿Quién se atreverá a tocar a algún leproso
excluido? ¿Quién se sentará a la mesa con pecadores o prostitutas? ¿Quién se
acercará a los olvidados por la religión? Los que quieran buscar al Dios de
Jesús nos encontrarán con las puertas cerradas.
Nuestra primera tarea es dejar entrar al Resucitado a través
de tantas barreras que levantamos para defendernos del miedo. Que Jesús ocupe
el centro de nuestras iglesias, grupos y comunidades. Que solo él sea fuente de
vida, de alegría y de paz. Que nadie ocupe su lugar. Que nadie se apropie de su
mensaje. Que nadie imponga un estilo diferente al suyo.
Ya no tenemos el poder de otros tiempos. Sentimos la
hostilidad y el rechazo en nuestro entorno. Somos frágiles. Necesitamos más que
nunca abrirnos al aliento del Resucitado para acoger su Espíritu Santo.
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