Lucas 6, 27-38
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «A los que me escucháis os digo:
Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que
os maldicen, orad por los que os injurian. Al que te pegue en una mejilla,
preséntale la otra; al que te quite la capa, déjale también la túnica. A quien
te pide, dale; al que se lleve lo tuyo, no se lo reclames. Tratad a los demás
como queréis que ellos os traten. Pues, si amáis sólo a los que os aman, ¿qué
mérito tenéis? También los pecadores aman a los que los aman. Y si hacéis bien
sólo a los que os hacen bien, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores lo
hacen. Y si prestáis sólo cuando esperáis cobrar, ¿qué mérito tenéis? También
los pecadores prestan a otros pecadores, con intención de cobrárselo. ¡No! Amad
a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada; tendréis un gran
premio y seréis hijos del Altísimo, que es bueno con los malvados y
desagradecidos. Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo; no juzguéis, y
no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis
perdonados; dad, y se os dará: os verterán una medida generosa, colmada,
remecida, rebosante. La medida que uséis, la usarán con vosotros.»
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José Antonio Pagola
¿Por qué tanta gente vive secretamente insatisfecha? ¿Por
qué tantos hombres y mujeres encuentran la vida monótona, trivial, insípida?
¿Por qué se aburren en medio de su bienestar? ¿Qué les falta para encontrar de
nuevo la alegría de vivir?
Quizás, la existencia de muchos cambiaría y adquiriría otro
color y otra vida, sencillamente si aprendieran a amar gratis a alguien. Lo
quiera o no, el ser humano está llamado a amar desinteresadamente; y, si no lo
hace, en su vida se abre un vacío que nada ni nadie puede llenar. No es una
ingenuidad escuchar las palabras de Jesús: «Haced el bien... sin esperar nada».
Puede ser el secreto de la vida. Lo que puede devolvernos la alegría de vivir.
Es fácil terminar sin amar a nadie de manera verdaderamente
gratuita. No hago daño a nadie. No me meto en los problemas de los demás.
Respeto los derechos de los otros. Vivo mi vida. Ya tengo bastante con
preocuparme de mí y de mis cosas.
Pero eso, ¿es vida? ¿Vivir despreocupado de todos, reducido
a mi trabajo, mi profesión o mi oficio, impermeable a los problemas de los
demás, ajeno a los sufrimientos de la gente, me encierro en mi «campana de
cristal»?
Vivimos en una sociedad donde es difícil aprender a amar
gratuitamente. Casi siempre preguntamos: ¿Para qué sirve? ¿Es útil? ¿Qué gano
con esto? Todo lo calculamos y medimos. Nos hemos hecho a la idea de que todo
se obtiene «comprando»: alimentos, vestido, vivienda, transporte, diversión...
Y así corremos el riesgo de convertir todas nuestras relaciones en puro
intercambio de servicios.
Pero, el amor, la amistad, la acogida, la solidaridad, la
cercanía, la confianza, la lucha por el débil, la esperanza, la alegría
interior... no se obtienen con dinero. Son algo gratuito que se ofrece sin
esperar nada a cambio, si no es el crecimiento y la vida del otro.
Los primeros cristianos, al hablar del amor utilizaban la
palabra «ágape», precisamente para subrayar más esta dimensión de gratuidad, en
contraposición al amor entendido solo como «eros» y que tenía para muchos una
resonancia de interés y egoísmo.
Entre nosotros hay personas que solo pueden recibir un amor
gratuito, pues no tienen apenas nada para poder devolver a quien se les quiera
acercar. Personas solas, maltratadas por la vida, incomprendidas por casi
todos, empobrecidas por la sociedad, sin apenas salida alguna en la vida.
Aquel gran profeta que fue Helder Cámara nos recuerda la
invitación de Jesús con estas palabras: «Para liberarte de ti mismo, lanza un
puente más allá del abismo que tu egoísmo ha creado. Intenta ver más allá de ti
mismo. Intenta escuchar a algún otro, y, sobre todo, prueba a esforzarte por
amar en vez de amarte a ti solo».
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