
—«Auméntanos la fe.»
El Señor contestó:
—«Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera:
"Arráncate de raíz y plántate en el mar."
Y os obedecería.
Suponed que un criado vuestro trabaja como labrador o como pastor; cuando vuelve del campo, ¿quién de vosotros le dice:
"En seguida, ven y ponte a la mesa"?
¿No le diréis:
"Prepárame de cenar, cíñete y sírveme mientras como y bebo, y después comerás y beberás tú"?
¿Tenéis que estar agradecidos al criado porque ha hecho lo mandado?
Lo mismo vosotros: Cuando hayáis hecho todo lo mandado, decid:
"Somos unos pobres siervos, hemos hecho lo que teníamos que
hacer."»
------o------
Comentarios: José Antonio Pagola
Jesús
les había repetido en diversas ocasiones: “¡Qué pequeña es vuestra fe!”. Los
discípulos no protestan. Saben que tiene razón. Llevan bastante tiempo junto a
él. Lo ven entregado totalmente al Proyecto de Dios; solo piensa en hacer el
bien; solo vive para hacer la vida de todos más digna y más humana. ¿Lo podrán
seguir hasta el final?
Según Lucas, en un momento
determinado, los discípulos le dicen a Jesús: “Auméntanos la fe”.
Sienten que su fe es pequeña y débil. Necesitan confiar más en Dios y creer más
en Jesús. No le entienden muy bien, pero no le discuten. Hacen justamente lo
más importante: pedirle ayuda para que haga crecer su fe.
La crisis religiosa de nuestros días
no respeta ni si quiera a los practicantes. Nosotros hablamos de creyentes y no
creyentes, como si fueran dos grupos bien definidos: unos tienen fe, otros no.
En realidad, no es así. Casi siempre, en el corazón humano hay, a la vez, un
creyente y un no creyente. Por eso, también los que nos llamamos “cristianos” nos
hemos de preguntar: ¿Somos realmente creyentes? ¿Quién es Dios para nosotros?
¿Lo amamos? ¿Es él quien dirige nuestra vida?
La fe puede debilitarse en nosotros
sin que nunca nos haya asaltado una duda. Si no la cuidamos, puede irse
diluyendo poco a poco en nuestro interior para quedar reducida sencillamente a
una costumbre que no nos atrevemos a abandonar por si acaso. Distraídos por mil
cosas, ya no acertamos a comunicarnos con Dios. Vivimos prácticamente sin él.
¿Qué podemos hacer? En realidad, no se
necesitan grandes cosas. Es inútil que nos hagamos propósitos extraordinarios
pues seguramente no los vamos a cumplir. Lo primero es rezar como aquel
desconocido que un día se acercó a Jesús y le dijo: “Creo, Señor, pero ven en
ayuda de mi incredulidad”. Es bueno repetirlas con corazón sencillo.
Dios
nos entiende. El despertará nuestra fe.
No hemos de hablar con Dios como si
estuviera fuera de nosotros. Está dentro. Lo mejor es cerrar los ojos y
quedarnos en silencio para sentir y acoger su Presencia. Tampoco nos hemos de
entretener en pensar en él, como si estuviera solo en nuestra cabeza. Está en
lo íntimo de nuestro ser. Lo hemos de buscar en nuestro corazón.
Lo importante es insistir hasta tener
una primera experiencia, aunque sea pobre, aunque solo dure unos instantes. Si
un día percibimos que no estamos solos en la vida, si captamos que somos amados
por Dios sin merecerlo, todo cambiará. No importa que hayamos vivido olvidados
de él. Creer en Dios, es, antes que nada, confiar en el amor que nos tiene.