— Había una vez un hombre rico que vestía de púrpura y finísimo lino, y que todos los días celebraba grandes fiestas. Y había también un pobre, llamado Lázaro que, cubierto de llagas, estaba tendido a la puerta del rico. Deseaba llenar su estómago con lo que caía de la mesa del rico y hasta los perros se acercaban a lamerle las llagas. Cuando el pobre murió, los ángeles lo llevaron al seno de Abrahán. Tiempo después murió también el rico, y fue enterrado. Y
sucedió que, estando el rico en el abismo, levantó los ojos en medio de
los tormentos y vio a lo lejos a Abrahán y a Lázaro en su compañía. Entonces
exclamó: “¡Padre Abrahán, ten compasión de mí! ¡Envíame a Lázaro, que
moje en agua la punta de su dedo y me refresque la lengua, porque sufro
lo indecible en medio de estas llamas!”. Abrahán
le contestó: “Amigo, recuerda que durante tu vida terrena recibiste
muchos bienes, y que Lázaro, en cambio, solamente recibió males. Pues
bien, ahora él goza aquí de consuelo y a ti te toca sufrir. Además,
entre nosotros y vosotros se abre una sima infranqueable, de modo que
nadie puede ir a vosotros desde aquí, ni desde ahí puede venir nadie
hasta nosotros”. El rico dijo: “Entonces, padre, te suplico que envíes a Lázaro a mi casa paterna para que hable a mis cinco hermanos, a fin de que no vengan también ellos a este lugar de tormento”. Pero Abrahán le respondió: “Ellos ya tienen lo que han escrito Moisés y los profetas. Que los escuchen”. El rico replicó: “No, padre Abrahán, sólo si alguno de los que han muerto va a hablarles, se convertirán”. Abrahán
le contestó: “Si no quieren escuchar a Moisés y a los profetas, tampoco
se convencerán aunque resucite uno de los que han muerto”.
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Comentarios: José Antonio Pagola
Según
Lucas, cuando Jesús gritó “no podéis servir a Dios y al dinero”, algunos
fariseos que le estaban oyendo y eran amigos del dinero “se reían de él”. Jesús
no se echa atrás. Al poco tiempo, narra una parábola desgarradora para que los
que viven esclavos de la riqueza abran los ojos.
Jesús describe en pocas palabras una
situación sangrante. Un hombre rico y un mendigo pobre que viven próximos el
uno del otro, están separados por el abismo que hay entre la vida de opulencia
insultante del rico y la miseria extrema del pobre.
El relato describe a los dos
personajes destacando fuertemente el contraste entre ambos. El rico va vestido
de púrpura y de lino finísimo, el cuerpo del pobre está cubierto de llagas. El
rico banquetea espléndidamente no solo los días de fiesta sino a diario, el
pobre está tirado en su portal, sin poder llevarse a la boca lo que cae de la
mesa del rico. Sólo se acercan a lamer sus llagas los perros que vienen a
buscar algo en la basura.
No se habla en ningún momento de que
el rico ha explotado al pobre o que lo ha maltratado o despreciado. Se diría
que no ha hecho nada malo. Sin embargo, su vida entera es inhumana, pues solo
vive para su propio bienestar. Su corazón es de piedra. Ignora totalmente al
pobre. Lo tiene delante pero no lo ve. Está ahí mismo, enfermo, hambriento y
abandonado, pero no es capaz de cruzar la puerta para hacerse cargo de él.
No nos engañemos. Jesús no está
denunciando solo la situación de la Galilea de los años treinta. Está tratando de
sacudir la conciencia de quienes nos hemos acostumbrado a vivir en la
abundancia teniendo junto a nuestro portal, a unas horas de vuelo, a pueblos
enteros viviendo y muriendo en la miseria más absoluta.
Es inhumano encerrarnos en nuestra
“sociedad del bienestar” ignorando totalmente esa otra “sociedad del malestar”.
Es cruel seguir alimentando esa “secreta ilusión de inocencia” que nos permite
vivir con la conciencia tranquila pensando que la culpa es de todos y es de
nadie.
Nuestra primera tarea es romper la
indiferencia. Resistirnos a seguir disfrutando de un bienestar vacío de
compasión. No continuar aislándonos mentalmente para desplazar la miseria y el
hambre que hay en el mundo hacia una lejanía abstracta, para poder así vivir
sin oír ningún clamor, gemido o llanto.
El Evangelio nos puede ayudar a vivir
vigilantes, sin volvernos cada vez más insensibles a los sufrimientos de los
abandonados, sin perder el sentido de la responsabilidad fraterna y sin
permanecer pasivos cuando podemos actuar.
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