Mateo 5,13-16
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: "Vosotros sois la sal de
la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán? No sirve
más que para tirarla fuera y que la pise la gente. Vosotros sois la luz
del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte.
Tampoco se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino
para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa. Alumbre
así vuestra luz a los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den
gloria a vuestro Padre que está en el cielo."
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Comentarios: José Antonio Pagola
Jesús
da a conocer con dos imágenes audaces y sorprendentes lo que piensa y espera de
sus seguidores. No han de vivir pensando siempre en sus propios intereses, su
prestigio o su poder. Aunque son un grupo pequeño en medio del vasto Imperio de
Roma, han de ser la “sal” que necesita la tierra y la “luz” que le hace falta
al mundo.
“Vosotros sois la sal de la tierra”.
Las gentes sencillas de Galilea captan espontáneamente el lenguaje de Jesús.
Todo el mundo sabe que la sal sirve, sobre todo, para dar sabor a la comida y
para preservar los alimentos de la corrupción. Del mismo modo, los discípulos
de Jesús han de contribuir a que las gentes saboreen la vida sin caer en la
corrupción.
“Vosotros sois la luz del mundo”.
Sin la luz del sol, el mundo se queda a oscuras y no podemos orientarnos ni
disfrutar de la vida en medio de las tinieblas. Los discípulos de Jesús pueden
aportar la luz que necesitamos para orientarnos, ahondar en el sentido último
de la existencia y caminar con esperanza.
Las dos metáforas coinciden en algo
muy importante. Si permanece aislada en un recipiente, la sal no sirve para
nada. Solo cuando entra en contacto con los alimentos y se disuelve con la
comida, puede dar sabor a lo que comemos. Lo mismo sucede con la luz. Si
permanece encerrada y oculta, no puede alumbrar a nadie. Solo cuando está en
medio de las tinieblas puede iluminar y orientar. Una Iglesia aislada del mundo
no puede ser ni sal ni luz.
El Papa Francisco ha visto que la
Iglesia vive hoy encerrada en sí misma, paralizada por los miedos, y demasiado
alejada de los problemas y sufrimientos como para dar sabor a la vida moderna y
para ofrecerle la luz genuina del Evangelio. Su reacción ha sido inmediata:
“Hemos de salir hacia las periferias”.
El Papa insiste una y otra vez:
“Prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, que
una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrase a las propias
seguridades. No quiero una Iglesia preocupada por ser el centro y que termina
clausurada en una maraña de obsesiones y procedimientos”.
La llamada de Francisco está dirigida
a todos los cristianos: “No podemos quedarnos tranquilos en espera pasiva en
nuestros templos”. “El Evangelios nos invita siempre a correr el riesgo del
encuentro con el rostro del otro”. El Papa quiere introducir en la Iglesia lo
que él llama “la cultura del encuentro”. Está convencido de que “lo que
necesita hoy la iglesia es capacidad de curar heridas y dar calor a los
corazones”.
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