JUAN 3, 14-21
En aquel tiempo, dijo Jesús a
Nicodemo:
"Lo mismo que Moisés levantó
la serpiente de bronce en el desierto, el Hijo del hombre tiene que ser
levantado en alto, para que todo el que crea en él tenga vida eterna.
Tanto amó Dios al mundo, que no dudó
en entregarle a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino
tenga vida eterna. Pues no envió Dios a su Hijo para dictar sentencia de
condenación contra el mundo, sino para que por medio de él se salve el mundo. El
que cree en el Hijo no será condenado; en cambio, el que no cree en él, ya está
condenado por no haber creído en el Hijo único de Dios. La causa de esta
condenación está en que, habiendo venido la luz al mundo, los seres humanos
prefirieron las tinieblas a la luz, pues su conducta era mala. En efecto, todos
los que se comportan mal, detestan y rehuyen la luz, por miedo a que su
conducta quede al descubierto. En cambio, los que actúan conforme a la verdad
buscan la luz para que aparezca con toda claridad que es Dios quien inspira sus
acciones".
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Puede parecer una observación excesivamente pesimista, pero
lo cierto es que las personas somos capaces de vivir largos años sin tener
apenas idea de lo que está sucediendo en nosotros. Podemos seguir viviendo día tras
día sin querer ver qué es lo que en verdad mueve nuestra vida y quién es el que
dentro de nosotros toma realmente las decisiones.
No es torpeza o falta de inteligencia. Lo que sucede es que,
de manera más o menos consciente, intuimos que vernos con más luz nos obligaría
a cambiar. Una y otra vez parecen cumplirse en nosotros aquellas palabras de
Jesús: «El que obra el mal detesta la luz y la rehúye, porque tiene miedo a que
su conducta quede al descubierto». Nos asusta vernos tal como somos. Nos sentimos
mal cuando la luz penetra en nuestra vida. Preferimos seguir ciegos,
alimentando día a día nuevos engaños e ilusiones.
Lo más grave es que puede llegar un momento en el que,
estando ciegos, creamos verlo todo con claridad y realismo. Qué fácil es entonces
vivir sin conocerse a sí mismo ni preguntarse nunca: «¿Quién soy yo?». Creer
ingenuamente que yo soy esa imagen superficial que tengo de mí mismo, fabricada
de recuerdos, experiencias, miedos y deseos.
Qué fácil también creer que la realidad es justamente tal
como yo la veo, sin ser consciente de que el mundo exterior que yo veo es, en
buena parte, reflejo del mundo interior que vivo y de los deseos e intereses
que alimento. Qué fácil también acostumbrarnos a tratar no con personas reales,
sino con la imagen o etiqueta que de ellas me he fabricado yo mismo.
Aquel gran escritor que fue Hermann Hesse, en su pequeño
libro Mi credo, lleno de sabiduría, escribía: «El hombre al que
contemplo con temor, con esperanza, con codicia, con propósitos, con
exigencias, no es un hombre, es solo un turbio reflejo de mi voluntad».
Probablemente, a la hora de querer transformar nuestra vida
orientando nuestros pasos por caminos más nobles, lo más decisivo no es el
esfuerzo por cambiar. Lo primero es abrir los ojos. Preguntarme qué ando
buscando en la vida. Ser más consciente de los intereses que mueven mi
existencia. Descubrir el motivo último de mi vivir diario.
Podemos tomarnos un tiempo para responder a esta pregunta:
¿por qué huyo tanto de mí mismo y de Dios? ¿Por qué, en definitiva, prefiero
vivir engañado sin buscar la luz? Hemos de escuchar las palabras de Jesús:
«Aquel que actúa conforme a la verdad se acerca a la luz, para que se vea que
todo lo que hace está inspirado por Dios».
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