Juan 15, 1-8
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Yo soy la verdadera vid, y mi
Padre es el labrador. A todo sarmiento mío que no da fruto lo arranca, y a todo
el que da fruto lo poda, para que dé más fruto. Vosotros ya estáis limpios por
las palabras que os he hablado; permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el sarmiento
no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si
no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece
en mí y yo en él, ése da fruto abundante; porque sin mí no podéis hacer nada.
Al que no permanece en mí lo tiran fuera, como el sarmiento, y se seca; luego
los recogen y los echan al fuego, y arden. Si permanecéis en mí, y mis palabras
permanecen en vosotros, pedid lo que deseáis, y se realizará. Con esto recibe
gloria mi Padre, con que deis fruto abundante; así seréis discípulos míos.»
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José Antonio Pagola
La fe no es una impresión o emoción del corazón. Sin duda, el
creyente siente su fe, la experimenta y la disfruta, pero sería un error
reducirla a «sentimentalismo». La fe no es algo que dependa de los
sentimientos: «Ya no siento nada; debo de estar perdiendo la fe». Ser creyentes
es una actitud responsable y razonada.
La fe no es tampoco una opinión personal. El creyente se
compromete personalmente a creer en Dios, pero la fe no puede ser reducida a
«subjetivismo»: «Yo tengo mis ideas y creo lo que a mí me parece». La realidad
de Dios no depende de mí ni la fe cristiana es fabricación de uno. Brota de la
acción de Dios en nosotros.
La fe no es tampoco una costumbre o tradición recibida de
los padres. Es bueno nacer en una familia creyente y recibir desde niño una
orientación cristiana de la vida, pero sería muy pobre reducir la fe a
«costumbre religiosa»: «En mi familia siempre hemos sido muy de Iglesia». La fe
es una decisión personal de cada uno.
La fe no es tampoco una receta moral. Creer en Dios tiene
sus exigencias, pero sería una equivocación reducirlo todo a «moralismo»: «Yo
respeto a todos y no hago mal a nadie». La fe es, además, amor a Dios,
compromiso por un mundo más humano, esperanza de vida eterna, acción de
gracias, celebración.
La fe no es tampoco un «tranquilizante». Creer en Dios es,
sin duda, fuente de paz, consuelo y serenidad, pero la fe no es solo un
«agarradero» para los momentos críticos: «Yo, cuando me encuentro en apuros,
acudo a la Virgen». Creer es el mejor estímulo para luchar, trabajar y vivir de
manera digna y responsable.
La fe cristiana empieza a despertarse en nosotros cuando nos
encontramos con Jesús. El cristiano es una persona que se encuentra con Cristo,
y en él va descubriendo a un Dios Amor que cada día le atrae más. Lo dice muy
bien Juan: «Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído
en él. Dios es Amor» (1 Juan 4,16).
Esta fe crece y da frutos solo cuando permanecemos día a día
unidos a Cristo, es decir, motivados y sostenidos por su Espíritu y su Palabra:
«El que permanece unido a mí, como yo estoy unido a él, produce mucho fruto,
porque sin mí no podéis hacer nada».
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