Mateo 5,1-12 (Pentecostés)
Viendo la muchedumbre, subió al monte, se sentó, y sus discípulos se le
acercaron. Y tomando la palabra, les enseñaba diciendo: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra. Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos serán saciados. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos; pues de la misma manera persiguieron a los profetas anteriores a vosotros.»
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José Antonio Pagola
Nuestra vida está hecha de múltiples experiencias. Gozos y
sinsabores, logros y fracasos, luces y sombras van entretejiendo nuestro vivir
diario llenándonos de vida o agobiando nuestro corazón.
Pero con frecuencia no somos capaces de percibir todo lo que
hay en nosotros mismos. Lo que captamos con nuestra conciencia es solo una
pequeña isla en el mar mucho más amplio y profundo de nuestra vida. A veces, se
nos escapa, incluso, lo más esencial y decisivo.
En su precioso libro Experiencia espiritual, K.
Rahner nos ha recordado con vigor esa «experiencia» radicalmente diferente que
se da siempre en nosotros, aunque pase muchas veces desapercibida: la presencia
viva del Espíritu de Dios que trabaja desde dentro nuestro ser.
Una experiencia que queda, casi siempre, como encubierta por
otras muchas que ocupan nuestro tiempo y nuestra atención. Una presencia que
queda como reprimida y oculta bajo otras impresiones y preocupaciones que se
apoderan de nuestro corazón.
Casi siempre nos parece que lo grande y gratuito tiene que
ser siempre algo poco frecuente, pero, cuando se trata de Dios, no es así. Ha
habido en ciertos sectores del cristianismo una tendencia a considerar esa
presencia viva del Espíritu como algo reservado más bien a personas elegidas y
selectas. Una experiencia propia de creyentes privilegiados.
Rahner nos ha recordado que el Espíritu de Dios está siempre
vivo en el corazón del ser humano pues el Espíritu es sencillamente la
comunicación del mismo Dios en lo más íntimo de nuestra existencia. Ese
Espíritu de Dios se comunica y regala, incluso, allí donde aparentemente no
pasa nada. Allí donde se acepta la vida y se cumple con sencillez la obligación
pesada de cada día.
El Espíritu de Dios sigue trabajando silenciosamente en el
corazón de la gente normal y sencilla, en contraste con el orgullo y las
pretensiones de quienes se sienten en posesión del Espíritu.
La fiesta de Pentecostés es una invitación a buscar esa
presencia del Espíritu de Dios en todos nosotros, no para presentarla como un
trofeo que poseemos frente a otros que no han sido elegidos, sino para acoger a
ese Dios que está en la fuente de toda vida, por muy pequeña y pobre que nos
pueda parecer a nosotros.
El Espíritu de Dios es de todos, porque el Amor inmenso de
Dios no puede olvidar ninguna lágrima, ningún gemido ni anhelo que brota del
corazón de sus hijos e hijas.
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