Juan 16, 12-15
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Muchas cosas me quedan por
deciros, pero no podéis cargar con ellas por ahora; cuando venga él, el
Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena. Pues lo que hable no
será suyo: hablará de lo que oye y os comunicará lo que está por venir.Él me glorificará, porque recibirá de mí lo que os irá comunicando.
Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso os he dicho que tomará de lo mío y os lo anunciará.
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José Antonio Pagola
A lo largo de los siglos, los teólogos se han esforzado por
profundizar en el misterio de Dios ahondando conceptualmente en su naturaleza y
exponiendo sus conclusiones con diferentes lenguajes. Pero, con frecuencia,
nuestras palabras esconden su misterio más que revelarlo. Jesús no habla mucho
de Dios. Nos ofrece sencillamente su experiencia.
A Dios, Jesús lo llama «Padre» y lo experimenta como
un misterio de bondad. Lo vive como una Presencia buena que bendice la vida y
atrae a sus hijos e hijas a luchar contra lo que hace daño al ser humano. Para
él, ese misterio último de la realidad que los creyentes llamamos «Dios» es una
Presencia cercana y amistosa que está abriéndose camino en el mundo para
construir, con nosotros y junto a nosotros, una vida más humana.
Jesús no separa nunca a ese Padre de su proyecto de
transformar el mundo. No puede pensar en él como alguien encerrado en su
misterio insondable, de espaldas al sufrimiento de sus hijos e hijas. Por eso,
pide a sus seguidores abrirse al misterio de ese Dios, creer en la Buena
Noticia de su proyecto, unirnos a él para trabajar por un mundo más justo y
dichoso para todos, y buscar siempre que su justicia, su verdad y su paz reinen
cada vez más en el mundo.
Por otra parte, Jesús se experimenta a sí mismo como «Hijo»
de ese Dios, nacido para impulsar en la tierra el proyecto humanizador del
Padre y para llevarlo a su plenitud definitiva por encima incluso de la muerte.
Por eso, busca en todo momento lo que quiere el Padre. Su fidelidad a él lo
conduce a buscar siempre el bien de sus hijos e hijas. Su pasión por Dios se
traduce en compasión por todos los que sufren.
Por eso, la existencia entera de Jesús, el Hijo de Dios,
consiste en curar la vida y aliviar el sufrimiento, defender a las víctimas y
reclamar para ellas justicia, sembrar gestos de bondad, y ofrecer a todos la
misericordia y el perdón gratuito de Dios: la salvación que viene del Padre.
Por último, Jesús actúa siempre impulsado por el «Espíritu»
de Dios. Es el amor del Padre el que lo envía a anunciar a los pobres la Buena
Noticia de su proyecto salvador. Es el aliento de Dios el que lo mueve a curar
la vida. Es su fuerza salvadora la que se manifiesta en toda su trayectoria
profética.
Este Espíritu no se apagará en el mundo cuando Jesús se
ausente. Él mismo lo promete así a sus discípulos. La fuerza del Espíritu los
hará testigos de Jesús, Hijo de Dios, y colaboradores del proyecto salvador del
Padre. Así vivimos los cristianos prácticamente el misterio de la Trinidad.
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