Lucas 18,9-14
En aquel tiempo, Jesús dijo esta parábola a algunos que se confiaban en sí
mismos por considerarse justos y despreciaban a los demás:«Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior:
“¡Oh Dios!, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”.
El publicano, en cambio, quedándose atrás, no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo:
“Oh Dios!, ten compasión de este pecador”.
Os digo que este bajó a su casa justificado, y aquel no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido».
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José Antonio Pagola
Según Lucas, Jesús dirige la parábola del
fariseo y el publicano a algunos que presumen de ser justos ante Dios y
desprecian a los demás. Los dos protagonistas que suben al templo a orar
representan dos actitudes religiosas contrapuestas e irreconciliables. Pero,
¿cuál es la postura justa y acertada ante Dios? Ésta es la pregunta de fondo.
El fariseo es un observante
escrupuloso de la ley y un practicante fiel de su religión. Se siente seguro en
el templo. Ora de pie y con la cabeza erguida. Su oración es la más hermosa:
una plegaria de alabanza y acción de gracias a Dios. Pero no le da gracias por
su grandeza, su bondad o misericordia, sino por lo bueno y grande que es él mismo.
En seguida se observa algo falso en
esta oración. Más que orar, este hombre se contempla a sí mismo. Se cuenta su
propia historia llena de méritos. Necesita sentirse en regla ante Dios y
exhibirse como superior a los demás.
Este hombre no sabe lo que es orar.
No reconoce la grandeza misteriosa de Dios ni confiesa su propia pequeñez.
Buscar a Dios para enumerar ante él nuestras buenas obras y despreciar a los
demás es de imbéciles. Tras su aparente piedad se esconde una oración "atea".
Este hombre no necesita a Dios. No le pide nada. Se basta a sí mismo.
La oración del publicano es muy
diferente. Sabe que su presencia en el templo es mal vista por todos. Su oficio
de recaudador es odiado y despreciado. No se excusa. Reconoce que es pecador.
Sus golpes de pecho y las pocas palabras que susurra lo dicen todo: «¡Oh
Dios!, ten compasión de este pecador».
Este hombre sabe que no puede
vanagloriarse. No tiene nada que ofrecer a Dios, pero sí mucho que recibir de
él: su perdón y su misericordia. En su oración hay autenticidad. Este hombre es
pecador, pero está en el camino de la verdad.
El fariseo no se ha encontrado con
Dios. Este recaudador, por el contrario, encuentra en seguida la postura
correcta ante él: la actitud del que no tiene nada y lo necesita todo. No se
detiene siquiera a confesar con detalle sus culpas. Se reconoce pecador. De esa
conciencia brota su oración: «Ten compasión de este pecador».
Los dos suben al templo a orar, pero
cada uno lleva en su corazón su imagen de Dios y su modo de relacionarse con
él. El fariseo sigue enredado en una religión legalista: para él lo importante
es estar en regla con Dios y ser más observante que nadie. El recaudador, por
el contrario, se abre al Dios del Amor que predica Jesús: ha aprendido a vivir
del perdón, sin vanagloriarse de nada y sin condenar a nadie.
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