Lucas 18,1-8
En aquel tiempo, Jesús decía a sus discípulos una parábola para enseñarles que
es necesario orar siempre, sin desfallecer.«Había un juez en una ciudad que ni temía a Dios ni le importaban los hombres.
En aquella ciudad había una viuda que solía ir a decirle:
“Hazme justicia frente a mi adversario”.
Por algún tiempo se estuvo negando, pero después se dijo a sí mismo:
“Aunque ni temo a Dios ni me importan los hombres, como esta viuda me está molestando, le voy a hacer justicia, no sea que siga viniendo a cada momento a importunarme”».
Y el Señor añadió:
«Fijaos en lo que dice el juez injusto; pues Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que claman ante él día y noche?; ¿o les dará largas? Os digo que les hará justicia sin tardar. Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?».
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José Antonio Pagola
Lucas narra una breve parábola indicándonos que Jesús la
contó para explicar a sus discípulos «cómo tenían que orar siempre sin
desanimarse». Este tema es muy querido al evangelista que, en varias
ocasiones, repite la misma idea. Como es natural, la parábola ha sido leída
casi siempre como una invitación a cuidar la perseverancia de nuestra oración a
Dios.
Sin embargo, si observamos el contenido del relato y la
conclusión del mismo Jesús, vemos que la clave de la parábola es la sed de
justicia. Hasta cuatro veces se repite la expresión «hacer justicia». Más que
modelo de oración, la viuda del relato es ejemplo admirable de lucha por la
justicia en medio de una sociedad corrupta que abusa de los más débiles.
El primer personaje de la parábola es un juez que «ni
teme a Dios ni le importan los hombres». Es la encarnación exacta de la
corrupción que denuncian repetidamente los profetas: los poderosos no temen la
justicia de Dios y no respetan la dignidad ni los derechos de los pobres. No son
casos aislados. Los profetas denuncian la corrupción del sistema judicial en
Israel y la estructura machista de aquella sociedad patriarcal.
El segundo personaje es una viuda indefensa en medio de una
sociedad injusta. Por una parte, vive sufriendo los atropellos de un
«adversario» más poderoso que ella. Por otra, es víctima de un juez al que no
le importa en absoluto su persona ni su sufrimiento. Así viven millones de
mujeres de todos los tiempos en la mayoría de los pueblos.
En la conclusión de la parábola, Jesús no habla de la
oración. Antes que nada, pide confianza en la justicia de Dios: «¿No hará
Dios justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?». Estos elegidos no
son «los miembros de la Iglesia» sino los pobres de todos los pueblos que claman
pidiendo justicia. De ellos es el reino de Dios.
Luego, Jesús hace una pregunta que es todo un desafío para
sus discípulos: «Cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará esta fe en la
tierra?». No está pensando en la fe como adhesión doctrinal, sino en la fe
que alienta la actuación de la viuda, modelo de indignación, resistencia activa
y coraje para reclamar justicia a los corruptos.
¿Es esta la fe y la oración de los cristianos satisfechos de
las sociedades del bienestar? Seguramente, tiene razón J. B. Metz cuando
denuncia que en la espiritualidad cristiana hay demasiados cánticos y pocos
gritos de indignación, demasiada complacencia y poca nostalgia de un mundo más
humano, demasiado consuelo y poca hambre de justicia.
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