Mateo 2, 1-12
Habiendo nacido Jesús en Belén de Judea en tiempos del rey Herodes, unos magos
de Oriente se presentaron en Jerusalén preguntando:«¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos visto salir su estrella y venimos a adorarlo».
Al enterarse el rey Herodes, se sobresaltó y toda Jerusalén con él; convocó a los sumos sacerdotes y a los escribas del país, y les preguntó dónde tenia que nacer el Mesías.
Ellos le contestaron:
«En Belén de Judea, porque así lo ha escrito el profeta:
“Y tú, Belén, tierra de Judá,
no eres ni mucho menos la última
de las poblaciones de Judá,
pues de ti saldrá un jefe
que pastoreará a mi pueblo Israel”».
Entonces Herodes llamó en secreto a los magos para que le precisaran el tiempo en que había aparecido la estrella, y los mandó a Belén, diciéndoles:
«ld y averiguad cuidadosamente qué hay del niño y, cuando lo encontréis, avisadme, para ir yo también a adorarlo».
Ellos, después de oír al rey, se pusieron en camino y, de pronto, la estrella que habían visto salir comenzó a guiarlos hasta que vino a pararse encima de donde estaba el niño.
Al ver la estrella, se llenaron de inmensa alegría. Entraron en la casa, vieron al niño con Maria, su madre, y cayendo de rodillas lo adoraron; después, abriendo sus cofres, le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra.
Y habiendo recibido en sueños un oráculo, para que no volvieran a Herodes, se retiraron a su tierra por otro camino.
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José Antonio Pagola
Hoy se habla mucho de crisis de fe, pero apenas se dice algo
sobre la crisis del sentimiento religioso. Y, sin embargo, como apunta algún
teólogo, el drama del hombre contemporáneo no es, tal vez, su incapacidad para
creer, sino su dificultad para sentir a Dios como Dios. Incluso los mismos que
se dicen creyentes parecen estar perdiendo capacidad para vivir ciertas
actitudes religiosas ante Dios.
Un ejemplo claro es la dificultad para adorarlo. En tiempos
no muy lejanos parecía fácil sentir reverencia y adoración ante la inmensidad y
el misterio insondable de Dios. Es más difícil hoy adorar a quien hemos
reducido a un ser extraño, incómodo y superfluo.
Para adorar a Dios es necesario sentirnos criaturas,
infinitamente pequeñas ante él, pero infinitamente amadas por él; admirar su
grandeza insondable y gustar su presencia cercana y amorosa que envuelve todo
nuestro ser. La adoración es admiración. Es amor y entrega. Es rendir nuestro
ser a Dios y quedarnos en silencio agradecido y gozoso ante él, admirando su
misterio desde nuestra pequeñez.
Nuestra dificultad para adorar proviene de raíces diversas.
Quien vive aturdido interiormente por toda clase de ruidos y zarandeado por mil
impresiones pasajeras, sin detenerse nunca ante lo esencial, difícilmente
encontrará «el rostro adorable» de Dios.
Por otra parte, para adorar a Dios es necesario detenerse
ante el misterio del mundo y saber mirarlo con amor. Quien mira la vida
amorosamente hasta el fondo comenzará a vislumbrar las huellas de Dios antes de
lo que sospecha.
Solo Dios es adorable. Ni las cosas más valiosas ni las
personas más amadas son dignas de ser adoradas como él. Por eso solo quien es
libre interiormente puede adorar a Dios de verdad.
Esta adoración a Dios no aleja del compromiso. Quien adora a
Dios lucha contra todo lo que destruye al ser humano, que es su «imagen
sagrada». Quien adora al Creador respeta y defiende su creación. Están
íntimamente unidas adoración y solidaridad, adoración y ecología. Se entienden
las palabras del gran científico y místico Teilhard de Chardin: «Cuanto más
hombre se haga el hombre, más experimentará la necesidad de adorar».
El relato de los magos nos ofrece un modelo de auténtica
adoración. Estos sabios saben mirar el cosmos hasta el fondo, captar signos,
acercarse al Misterio y ofrecer su humilde homenaje a ese Dios encarnado en
nuestra existencia.
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