Mateo 16, 13-20 (21 Tiempo ordinario - A)
Al llegar a la región de Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos: «¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?». Ellos contestaron: «Unos que Juan el Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas». Él les preguntó: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?». Simón Pedro tomó la palabra y dijo: «Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo». Jesús le respondió: «¡Bienaventurado tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Ahora yo te digo: tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos». Y les mandó a los discípulos que no dijesen a nadie que él era el Mesías.
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José Antonio Pagola
No es fácil
intentar responder con sinceridad a la pregunta de Jesús: «¿Quién decís que soy
yo?». En realidad, ¿quién es Jesús para nosotros? Su persona nos llega a través
de veinte siglos de imágenes, fórmulas, devociones, experiencias,
interpretaciones culturales... que van desvelando y velando al mismo tiempo su
riqueza insondable.
Pero,
además, cada uno de nosotros vamos revistiendo a Jesús de lo que somos
nosotros. Y proyectamos en él nuestros deseos, aspiraciones, intereses y
limitaciones. Y casi sin darnos cuenta lo empequeñecemos y desfiguramos,
incluso cuando tratamos de exaltarlo.
Pero Jesús
sigue vivo. Los cristianos no lo hemos podido disecar con nuestra mediocridad.
No permite que lo disfracemos. No se deja etiquetar ni reducir a unos ritos,
unas fórmulas o unas costumbres.
Jesús
siempre desconcierta a quien se acerca a él con postura abierta y sincera.
Siempre es distinto de lo que esperábamos. Siempre abre nuevas brechas en
nuestra vida, rompe nuestros esquemas y nos atrae a una vida nueva. Cuanto más
se le conoce, más sabe uno que todavía está empezando a descubrirlo.
Jesús es
peligroso. Percibimos en él una entrega a los hombres que desenmascara nuestro
egoísmo. Una pasión por la justicia que sacude nuestras seguridades,
privilegios y egoísmos. Una ternura que deja al descubierto nuestra mezquindad.
Una libertad que rasga nuestras mil esclavitudes y servidumbres.
Y, sobre
todo, intuimos en él un misterio de apertura, cercanía y proximidad a Dios que
nos atrae y nos invita a abrir nuestra existencia al Padre. A Jesús lo iremos
conociendo en la medida en que nos entreguemos a él. Solo hay un camino para
ahondar en su misterio: seguirlo.
Seguir
humildemente sus pasos, abrirnos con él al Padre, reproducir sus gestos de amor
y ternura, mirar la vida con sus ojos, compartir su destino doloroso, esperar
su resurrección. Y, sin duda, orar muchas veces desde el fondo de nuestro
corazón: «Creo, Señor, ayuda a mi incredulidad».
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