Mateo 16, 21-27 (22-Tiempo ordinario-A)
Desde entonces comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día. Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo: «¡Lejos de ti tal cosa, Señor! Eso no puede pasarte». Jesús se volvió y dijo a Pedro: «¡Ponte detrás de mí, Satanás! Eres para mí piedra de tropiezo, porque tú piensas como los hombres, no como Dios». Entonces dijo a los discípulos: «Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí, la encontrará. ¿Pues de qué le servirá a un hombre ganar el mundo entero, si pierde su alma? ¿O qué podrá dar para recobrarla? Porque el Hijo del hombre vendrá, con la gloria de su Padre, entre sus ángeles, y entonces pagará a cada uno según su conducta.
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José Antonio Pagola
No es fácil asomarse al mundo interior de Jesús, pero en su corazón podemos intuir una doble experiencia: su identificación con los últimos y su confianza total en el Padre. Por una parte sufre con la injusticia, las desgracias y las enfermedades que hacen sufrir a tantos. Por otra confía totalmente en ese Dios Padre que nada quiere más que arrancar de la vida lo que es malo y hace sufrir a sus hijos.
Jesús estaba dispuesto a todo con tal de hacer
realidad el deseo de Dios, su Padre: un mundo más justo, digno y dichoso para
todos. Y, como es natural, quería encontrar entre sus seguidores la misma
actitud. Si seguían sus pasos, debían compartir su pasión por Dios y su
disponibilidad total al servicio de su reino. Quería encender en ellos el fuego
que llevaba dentro.
Hay frases que lo dicen todo. Las fuentes cristianas
han conservado, con pequeñas diferencias, un dicho dirigido por Jesús a sus
discípulos: «Si uno quiere salvar su vida, la perderá, pero el que la pierda
por mí, la encontrará». Con estas palabras tan paradójicas, Jesús les está
invitando a vivir como él: agarrarse ciegamente a la vida puede llevar a
perderla; arriesgarla de manera generosa y valiente lleva a salvarla.
El pensamiento de Jesús es claro. El que camina tras
él, pero sigue aferrado a las seguridades, metas y expectativas que le ofrece
su vida, puede terminar perdiendo el mayor bien de todos: la vida vivida según
el proyecto salvador de Dios. Por el contrario, el que lo arriesga todo por
seguirle encontrará vida entrando con él en el reino del Padre.
Quien sigue a Jesús tiene con frecuencia la sensación
de estar «perdiendo la vida» por una utopía inalcanzable: ¿No estamos echando a
perder nuestros mejores años soñando con Jesús? ¿No estamos gastando nuestras
mejores energías por una causa inútil?
¿Qué hacía Jesús cuando se veía turbado por este tipo
de pensamientos oscuros? Identificarse todavía más con los que sufren y seguir
confiando en ese Padre que puede regalarnos una vida que no puede deducirse de
lo que experimentamos aquí en la tierra.
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