23/12/24

DEJAR A JESÚS ENTRAR EN NUESTRA CASA

 Lucas 2,41-52         (Sagrada Familia – C)


Sus padres solían ir cada año a Jerusalén por la fiesta de la Pascua. Cuando cumplió doce años, subieron a la fiesta según la costumbre y, cuando terminó, se volvieron; pero el niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin que lo supieran sus padres. Estos, creyendo que estaba en la caravana, anduvieron el camino de un día y se pusieron a buscarlo entre los parientes y conocidos; al no encontrarlo, se volvieron a Jerusalén buscándolo. Y sucedió que, a los tres días, lo encontraron en el templo, sentado en medio de los maestros, escuchándolos y haciéndoles preguntas. Todos los que le oían quedaban asombrados de su talento y de las respuestas que daba. Al verlo, se quedaron atónitos, y le dijo su madre: «Hijo, ¿por qué nos has tratado así? Tu padre y yo te buscábamos angustiados». Él les contestó: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre?». Pero ellos no comprendieron lo que les dijo. Él bajó con ellos y fue a Nazaret y estaba sujeto a ellos. Su madre conservaba todo esto en su corazón. Y Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres.

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29 de diciembre
José Antonio Pagola

DEJAR A JESÚS ENTRAR EN NUESTRA CASA

Necesitamos ante todo buscar, cuidar y desarrollar un proyecto sano, digno y dichoso de familia que pueda plasmarse en la vida concreta de cada hogar. Jesús, acogido con fe y convicción en nuestra familia, nos puede ayudar a corregir y mejorar nuestro modo de vivir y nos puede descubrir un camino nuevo más digno de seguidores de su Evangelio.

Dejar a Jesús entrar en nuestra casa significa arraigar la familia con más verdad, más pasión y más ilusión en su persona, su mensaje y su proyecto del reino de Dios. Muchas cosas habrá que hacer los próximos años para reavivar nuestras familias, pero nada más decisivo que poner a Jesús en el centro del hogar, confiando en su promesa: «Donde dos o tres se reúnen en mi nombre, allí estoy yo» (Mateo 18,20). No estáis solos. En el centro de vuestro hogar está Jesús. Él os reúne, os alienta y os sostiene. Con Jesús todo es posible.

Acoger a Jesús en el hogar es tarea de toda una vida. Lo primero es aprender a vivir en el hogar con un corazón nuevo y un espíritu renovador. Esto significa empezar a vivir una relación nueva con Jesús, una adhesión más viva. Una familia formada por cristianos que apenas conocen a Jesús, que solo lo confiesan de vez en cuando y de manera abstracta, que nunca leen el evangelio, que se relacionan con un Jesús mudo del que no escuchan nada especial, nada de interés para el hombre y la mujer de hoy, un Jesús apagado que no atrae ni seduce, que no toca los corazones..., es una familia que difícilmente podrá sentir su fuerza renovadora.

Si ignoramos a Jesús y desconocemos su mensaje, no podremos orientar nuestra vida de familia desde su Evangelio. Si no sabemos mirar el mundo, la vida, las personas, los hijos, los problemas... con los ojos con que Jesús miraba, diremos que contamos con la luz privilegiada de la revelación, pero seremos una familia ciega que no sabe mirar la vida como la miraba Jesús. Y si no escuchamos el sufrimiento de la gente con la atención, la sensibilidad y la compasión con que Jesús escuchaba a los que encontraba sufriendo en su camino, seremos familias sordas. Y si no sintonizamos con el estilo de vivir de Jesús, con su pasión por hacer un mundo más justo, con su ternura hacia los niños, con su perdón a los despreciados..., no sabremos transmitir lo mejor que Jesús transmitía, lo más valioso, lo más atractivo: su Buena Noticia.

Se trata de vivir en nuestras familias esta experiencia: caminar los próximos años hacia un nivel nuevo de convivencia familiar, más inspirada y motivada por Jesús, y hacia una dinámica y un estilo de vida mejor orientados a abrir caminos al reino de Dios, es decir, a ese mundo nuevo más humano y dichoso que quiere el Padre para todos, empezando por los últimos. Después de veinte siglos de cristianismo, las familias cristianas necesitan un «corazón nuevo» para vivir y comunicar la Buena Noticia del Dios revelado en Jesús en medio de la sociedad actual. Lo decisivo es no resignarnos a vivir hoy en familia sin Jesús

 


19/12/24

UNA NOCHE DIFERENTE

 Lucas 2,1-14          (Natividad del Señor – C)


Sucedió en aquellos días que salió un decreto del emperador Augusto, ordenando que se empadronase todo el Imperio. Este primer empadronamiento se hizo siendo Cirino gobernador de Siria. Y todos iban a empadronarse, cada cual a su ciudad. También José, por ser de la casa y familia de David, subió desde la ciudad de Nazaret, en Galilea, a la ciudad de David, que se llama Belén, en Judea, para empadronarse con su esposa María, que estaba encinta. Y sucedió que, mientras estaban allí, le llegó a ella el tiempo del parto y dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre, porque no había sitio para ellos en la posada. En aquella misma región había unos pastores que pasaban la noche al aire libre, velando por turno su rebaño. De repente un ángel del Señor se les presentó; la gloria del Señor los envolvió de claridad, y se llenaron de gran temor. El ángel les dijo: «No temáis, os anuncio una buena noticia que será de gran alegría para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor. Y aquí tenéis la señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre». De pronto, en torno al ángel, apareció una legión del ejército celestial, que alababa a Dios diciendo: «Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad».

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25 de diciembre
José Antonio Pagola

UNA NOCHE DIFERENTE

La Navidad encierra un secreto que, desgraciadamente, escapa a muchos de los que en esas fechas celebran «algo» sin saber exactamente qué. No pueden sospechar que la Navidad ofrece la clave para descifrar el misterio último de nuestra existencia.
Generación tras generación, los seres humanos han gritado angustiados sus preguntas más hondas. ¿Por qué tenemos que sufrir, si desde lo más íntimo de nuestro ser todo nos llama a la felicidad? ¿Por qué tanta frustración? ¿Por qué la muerte, si hemos nacido para la vida? Los hombres preguntaban. Y preguntaban a Dios, pues, de alguna manera, cuando buscamos el sentido último de nuestro ser estamos apuntando hacia él. Pero Dios guardaba un silencio impenetrable.
En la Navidad, Dios ha hablado. Tenemos ya su respuesta. No nos ha hablado para decirnos palabras hermosas sobre el sufrimiento. Dios no ofrece palabras. «La Palabra de Dios se ha hecho carne». Es decir, más que darnos explicaciones, Dios ha querido sufrir en nuestra propia carne nuestros interrogantes, sufrimientos e impotencia.
Dios no da explicaciones sobre el sufrimiento, sino que sufre con nosotros. No responde al porqué de tanto dolor y humillación, sino que él mismo se humilla. No responde con palabras al misterio de nuestra existencia, sino que nace para vivir él mismo nuestra aventura humana.
Ya no estamos perdidos en nuestra inmensa soledad. No estamos sumergidos en pura tiniebla. Él está con nosotros. Hay una luz. «Ya no somos solitarios, sino solidarios» (Leonardo Boff). Dios comparte nuestra existencia.
Esto lo cambia todo. Dios mismo ha entrado en nuestra vida. Es posible vivir con esperanza. Dios comparte nuestra vida, y con él podemos caminar hacia la salvación. Por eso la Navidad es siempre para los creyentes una llamada a renacer. Una invitación a reavivar la alegría, la esperanza, la solidaridad, la fraternidad y la confianza total en el Padre.
Recordemos las palabras del poeta Angelus Silesius: «Aunque Cristo nazca mil veces en Belén, mientras no nazca en tu corazón estarás perdido para el más allá: habrás nacido en vano».


16/12/24

ACOMPAÑAR A VIVIR

 Lucas 1,39-45       (4 Adviento – C)


En aquellos mismos días, María se levantó y se puso en camino de prisa hacia la montaña, a una ciudad de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Aconteció que, en cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel de Espíritu Santo y, levantando la voz, exclamó: «¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? Pues, en cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá». 

 

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José Antonio Pagola

ACOMPAÑAR A VIVIR

Uno de los rasgos más característicos del amor cristiano es saber acudir junto a quien puede estar necesitando nuestra presencia. Ese es el primer gesto de María después de acoger con fe la misión de ser madre del Salvador. Ponerse en camino y marchar aprisa junto a otra mujer que necesita en esos momentos su ayuda.

Hay una manera de amar que hemos de recuperar en nuestros días, y que consiste en «acompañar a vivir» a quien se encuentra hundido en la soledad, bloqueado por la depresión, atrapado por la enfermedad o, sencillamente, vacío de alegría y esperanza.

Estamos consolidando, entre todos, una sociedad hecha solo para los fuertes, los agraciados, los jóvenes, los sanos y los que son capaces de gozar y disfrutar de la vida.

Estamos fomentando así lo que se ha llamado el «segregarismo social» (Jürgen Moltmann). Juntamos a los niños en las guarderías, instalamos a los enfermos en las clínicas y hospitales, guardamos a nuestros ancianos en asilos y residencias, encerramos a los delincuentes en las cárceles y ponemos a los drogadictos bajo vigilancia...

Así, todo está en orden. Cada uno recibe allí la atención que necesita, y los demás nos podemos dedicar con más tranquilidad a trabajar y disfrutar de la vida sin ser molestados. Procuramos rodearnos de personas sin problemas que pongan en peligro nuestro bienestar, y logramos vivir «bastante satisfechos».

Solo que así no es posible experimentar la alegría de contagiar y dar vida. Se explica que muchos, aun habiendo logrado un nivel elevado de bienestar, tengan la impresión de que la vida se les está escapando aburridamente entre las manos.

El que cree en la encarnación de Dios, que ha querido compartir nuestra vida y acompañarnos en nuestra indigencia, se siente llamado a vivir de otra manera.

No se trata de hacer «cosas grandes». Quizá, sencillamente, ofrecer nuestra amistad a ese vecino hundido en la soledad, estar cerca de ese joven que sufre depresión, tener paciencia con ese anciano que busca ser escuchado por alguien, estar junto a esos padres que tienen a su hijo en la cárcel, alegrar el rostro de ese niño triste marcado por la separación de sus padres…

Este amor que nos lleva a compartir las cargas y el peso que tiene que soportar el hermano es un amor «salvador», porque libera de la soledad e introduce una esperanza nueva en quien sufre, pues se siente acompañado en su aflicción.



6/12/24

¿QUÉ PODEMOS HACER?

 Lucas 3,10-18   (tercero de Adviento-C)


La gente le preguntaba: «Entonces, ¿qué debemos hacer?». Él contestaba: «El que tenga dos túnicas, que comparta con el que no tiene; y el que tenga comida, haga lo mismo». Vinieron también a bautizarse unos publicanos y le preguntaron: «Maestro, ¿qué debemos hacer nosotros?». Él les contestó: «No exijáis más de lo establecido». Unos soldados igualmente le preguntaban: «Y nosotros, ¿qué debemos hacer?». Él les contestó: «No hagáis extorsión ni os aprovechéis de nadie con falsas denuncias, sino contentaos con la paga». Como el pueblo estaba expectante, y todos se preguntaban en su interior sobre Juan si no sería el Mesías, Juan les respondió dirigiéndose a todos: «Yo os bautizo con agua; pero viene el que es más fuerte que yo, a quien no merezco desatarle la correa de sus sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego; en su mano tiene el bieldo para aventar su parva, reunir su trigo en el granero y quemar la paja en una hoguera que no se apaga». Con estas y otras muchas exhortaciones, anunciaba al pueblo el Evangelio.

 

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José Antonio Pagola

A pesar de toda la información que ofrecen los medios de comunicación se nos hace difícil tomar conciencia de que vivimos en una especie de «isla de la abundancia», en medio de un mundo en el que más de un tercio de la humanidad vive en la miseria. Sin embargo, basta volar unas horas en cualquier dirección para encontrarnos con el hambre y la destrucción.

Esta situación solo tiene un nombre: injusticia. Y solo admite una explicación: inconsciencia. ¿Cómo nos podemos sentir humanos cuando a pocos kilómetros de nosotros –¿qué son, en definitiva, seis mil kilómetros?– hay seres humanos que no tienen casa ni terreno alguno para vivir; hombres y mujeres que pasan el día buscando algo que comer; niños que no podrán ya superar la desnutrición?

Nuestra primera reacción suele ser casi siempre la misma: «Pero nosotros, ¿qué podemos hacer ante tanta miseria?». Mientras nos hacemos preguntas de este género nos sentimos más o menos tranquilos. Y vienen las justificaciones de siempre: no es fácil establecer un orden internacional más justo; hay que respetar la autonomía de cada país; es difícil asegurar cauces eficaces para distribuir alimentos; más aún movilizar a un país para que salga de la miseria.

Pero todo esto se viene abajo cuando escuchamos una respuesta directa, clara y práctica, como la que reciben del Bautista quienes le preguntan qué deben hacer para «preparar el camino al Señor». El profeta del desierto les responde con genial simplicidad: «El que tenga dos túnicas que dé una a quien no tiene ninguna; y el que tiene para comer que haga lo mismo».

Aquí se terminan todas nuestras teorías y justificaciones. ¿Qué podemos hacer? Sencillamente no acaparar más de lo que necesitamos mientras haya pueblos que lo necesitan para vivir. No seguir desarrollando sin límites nuestro bienestar olvidando a quienes mueren de hambre. El verdadero progreso no consiste en que una minoría alcance un bienestar material cada vez mayor, sino en que la humanidad entera viva con más dignidad y menos sufrimiento.

Hace unos años estaba yo por Navidad en Butare (Ruanda), dando un curso de cristología a misioneras españolas. Una mañana llegó una religiosa navarra diciendo que, al salir de su casa, había encontrado a un niño muriendo de hambre. Pudieron comprobar que no tenía ninguna enfermedad grave, solo desnutrición. Era uno más de tantos huérfanos ruandeses que luchan cada día por sobrevivir. Recuerdo que solo pensé una cosa. No se me olvidará nunca: ¿podemos los cristianos de Occidente acoger cantando al niño de Belén mientras cerramos nuestro corazón a estos niños del Tercer Mundo?




2/12/24

ABRIR CAMINOS A DIOS

 Lucas 3,1-6            (2 Adviento – C)


En el año decimoquinto del imperio del emperador Tiberio, siendo Poncio Pilato gobernador de Judea, y Herodes tetrarca de Galilea, y su hermano Filipo tetrarca de Iturea y Traconítide, y Lisanio tetrarca de Abilene, bajo el sumo sacerdocio de Anás y Caifás, vino la palabra de Dios sobre Juan, hijo de Zacarías, en el desierto. Y recorrió toda la comarca del Jordán, predicando un bautismo de conversión para perdón de los pecados, como está escrito en el libro de los oráculos del profeta Isaías: «Voz del que grita en el desierto: | Preparad el camino del Señor, | allanad sus senderos; los valles serán rellenados, | los montes y colinas serán rebajados; | lo torcido será enderezado, | lo escabroso será camino llano. Y toda carne verá la salvación de Dios».

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José Antonio Pagola

ABRIR CAMINOS A DIOS

Juan grita mucho. Lo hace porque ve al pueblo dormido y quiere despertarlo, lo ve apagado y quiere encender en su corazón la fe en un Dios Salvador. Su grito se concentra en una llamada: «Preparad el camino del Señor». ¿Cómo abrirle caminos a Dios? ¿Cómo hacerle más sitio en nuestra vida?

Búsqueda personal. Para muchos, Dios está hoy encubierto por toda clase de prejuicios, dudas, malos recuerdos de la infancia o experiencias religiosas negativas. ¿Cómo descubrirlo? Lo importante no es pensar en la Iglesia, los curas o la misa. Lo primero es buscar al Dios vivo, que se nos revela en Jesucristo. Dios se deja encontrar por aquellos que lo buscan.

Atención interior. Para abrir un camino a Dios es necesario descender al fondo de nuestro corazón. Quien no busca a Dios en su interior es difícil que lo encuentre fuera. Dentro de nosotros encontraremos miedos, preguntas, deseos, vacío... No importa. Dios está ahí. Él nos ha creado con un corazón que no descansará si no es en él.

Con un corazón sincero. Lo que más nos acerca al misterio de Dios es vivir en la verdad, no engañarnos a nosotros mismos, reconocer nuestros errores. El encuentro con Dios acontece cuando a uno le nace desde dentro esta oración: «¡Oh, Dios!, ten compasión de mí, que soy pecador». Este es el mejor camino para recuperar la paz y la alegría interior.

En actitud confiada. El miedo cierra a no pocos el camino hacia Dios. Les da miedo encontrarse con él: solo piensan en su juicio y sus posibles castigos. No terminan de creerse que Dios solo es amor y que, incluso cuando juzga al ser humano, lo hace con amor infinito. Despertar la confianza en este amor es empezar a vivir de manera nueva y gozosa con Dios.

Caminos diferentes. Cada uno ha de hacer su propio recorrido. Dios nos acompaña a todos. No abandona a nadie, y menos cuando se encuentra perdido. Lo importante es no perder el deseo humilde de Dios. Quien sigue confiando, quien de alguna manera desea creer, es ya «creyente» ante ese Dios que conoce hasta el fondo el corazón de cada persona.