Juan 1,1-18 (2
Domingo de Navidad – C)
En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a
Dios, y el Verbo era Dios. Él estaba en el principio junto a Dios. Por
medio de él se hizo todo, y sin él no se hizo nada de cuanto se ha hecho. En
él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. Y la luz brilla en
la tiniebla, y la tiniebla no lo recibió. Surgió un hombre enviado por
Dios, que se llamaba Juan: este venía como testigo, para dar testimonio de
la luz, para que todos creyeran por medio de él. No era él la luz, sino el
que daba testimonio de la luz. El Verbo era la luz verdadera, que alumbra
a todo hombre, viniendo al mundo. En el mundo estaba; | el mundo se hizo
por medio de él, y el mundo no lo conoció. Vino a su casa, y los suyos no
lo recibieron. Pero a cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de
Dios, a los que creen en su nombre. Estos no han nacido de sangre, ni de
deseo de carne, | ni de deseo de varón, sino que han nacido de Dios. Y el
Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria:
gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad. Juan da
testimonio de él y grita diciendo: «Este es de quien dije: el que viene detrás
de mí se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo». Pues de su
plenitud todos hemos recibido, gracia tras gracia. Porque la ley se dio
por medio de Moisés, la gracia y la verdad nos han llegado por medio de Jesucristo. A
Dios nadie lo ha visto jamás: Dios unigénito, que está en el seno del Padre, es
quien lo ha dado a conocer.
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5 de enero
José Antonio Pagola
APRENDER A ADORAR A DIOS
Hoy se habla mucho de crisis de fe, pero apenas se dice algo
sobre la crisis del sentimiento religioso. Y, sin embargo, como apunta algún
teólogo, el drama del hombre contemporáneo no es, tal vez, su incapacidad para
creer, sino su dificultad para sentir a Dios como Dios. Incluso los mismos que
se dicen creyentes parecen estar perdiendo capacidad para vivir ciertas
actitudes religiosas ante Dios.
Un ejemplo claro es la dificultad para adorarlo. En tiempos
no muy lejanos parecía fácil sentir reverencia y adoración ante la inmensidad y
el misterio insondable de Dios. Es más difícil hoy adorar a quien hemos
reducido a un ser extraño, incómodo y superfluo.
Para adorar a Dios es necesario sentirnos criaturas,
infinitamente pequeñas ante él, pero infinitamente amadas por él; admirar su
grandeza insondable y gustar su presencia cercana y amorosa que envuelve todo
nuestro ser. La adoración es admiración. Es amor y entrega. Es rendir nuestro
ser a Dios y quedarnos en silencio agradecido y gozoso ante él, admirando su
misterio desde nuestra pequeñez.
Nuestra dificultad para adorar proviene de raíces diversas.
Quien vive aturdido interiormente por toda clase de ruidos y zarandeado por mil
impresiones pasajeras, sin detenerse nunca ante lo esencial, difícilmente
encontrará «el rostro adorable» de Dios.
Por otra parte, para adorar a Dios es necesario detenerse
ante el misterio del mundo y saber mirarlo con amor. Quien mira la vida
amorosamente hasta el fondo comenzará a vislumbrar las huellas de Dios antes de
lo que sospecha. Solo Dios es adorable. Ni las cosas más valiosas ni las
personas más amadas son dignas de ser adoradas como él. Por eso solo quien es
libre interiormente puede adorar a Dios de verdad.
Esta adoración a Dios no aleja del compromiso. Quien adora a
Dios lucha contra todo lo que destruye al ser humano, que es su «imagen
sagrada». Quien adora al Creador respeta y defiende su creación. Están
íntimamente unidas adoración y solidaridad, adoración y ecología. Se entienden
las palabras del gran científico y místico Teilhard de Chardin: «Cuanto más hombre
se haga el hombre, más experimentará la necesidad de adorar».
El relato de los magos nos ofrece un modelo de auténtica
adoración. Estos sabios saben mirar el cosmos hasta el fondo, captar signos,
acercarse al Misterio y ofrecer su humilde homenaje a ese Dios encarnado en
nuestra existencia.
Los creyentes tenemos imágenes muy diversas de Dios. Desde
niños nos vamos haciendo nuestra propia idea de él, condicionados, sobre todo,
por lo que vamos escuchando a catequistas y predicadores, lo que se nos transmite
en casa y en el colegio o lo que vivimos en las celebraciones y actos
religiosos.