Juan 16,12-15 (Santísima Trinidad – C)
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: Muchas cosas me quedan por deciros, pero no podéis cargar con ellas por ahora; cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena. Pues no hablará por cuenta propia, sino que hablará de lo que oye y os comunicará lo que está por venir. Él me glorificará, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso os he dicho que recibirá y tomará de lo mío y os lo anunciará.
José Antonio Pagola
¿ES NECESARIO CREER EN
LA TRINIDAD?
¿Es necesario creer en la Trinidad?, ¿se puede?,
¿sirve para algo?, ¿no es una construcción intelectual innecesaria?, ¿cambia en
algo nuestra fe si no creemos en el Dios trinitario? Hace dos siglos, el
célebre filósofo Immanuel Kant escribía estas palabras: «Desde el punto de
vista práctico, la doctrina de la Trinidad es perfectamente inútil».
Nada más lejos de la realidad. La fe en la Trinidad
cambia no solo nuestra visión de Dios, sino también nuestra manera de entender
la vida. Confesar la Trinidad de Dios es creer que Dios es un misterio de
comunión y de amor. No un ser cerrado e impenetrable, inmóvil e indiferente. Su
intimidad misteriosa es solo amor y comunicación. Consecuencia: en el fondo
último de la realidad, dando sentido y existencia a todo, no hay sino Amor.
Todo lo que existe viene del Amor.
El Padre es Amor originario, la fuente de todo amor.
Él empieza el amor. «Solo él empieza a amar sin motivos; es más, es él quien
desde siempre ha empezado a amar» (Eberhard Jüngel). El Padre ama desde siempre
y para siempre, sin ser obligado ni motivado desde fuera. Es el «eterno
Amante». Ama y seguirá amando siempre. Nunca nos retirará su amor y fidelidad.
De él solo brota amor. Consecuencia: creados a su imagen, estamos hechos para
amar. Solo amando acertamos en la existencia.
El ser del Hijo consiste en recibir el amor del Padre.
Él es el «Amado eternamente», antes de la creación del mundo. El Hijo es el
Amor que acoge, la respuesta eterna al amor del Padre. El misterio de Dios
consiste, pues, en dar y también en recibir amor. En Dios, dejarse amar no es
menos que amar. ¡Recibir amor es también divino! Consecuencia: creados a imagen
de ese Dios, estamos hechos no solo para amar, sino para ser amados.
El Espíritu Santo es la comunión del Padre y del Hijo.
Él es el Amor eterno entre el Padre amante y el Hijo amado, el que revela que
el amor divino no es posesión celosa del Padre ni acaparamiento egoísta del
Hijo. El amor verdadero es siempre apertura, don, comunicación desbordante. Por
eso, el Amor de Dios no se queda en sí mismo, sino que se comunica y se
extiende hasta sus criaturas. «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros
corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Romanos 5,5).
Consecuencia: creados a imagen de ese Dios, estamos hechos para amarnos, sin
acaparar y sin encerrarnos en amores ficticios y egoístas.
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